Jonás y el buzo
Faltan unos días para que empiece el
invierno. En esta mañana gris me encuentro confundido. Dudo entre salir a
pescar ballenas o dejar que me trague una de ellas, recorrer en su vientre las profundidades
de los océanos, las simas abisales que aún no conozco, rastrear las incógnitas
submarinas.
De
golpe recuerdo que apenas sé nadar y opto por mecerme en un mar de ardentía. A
lo lejos una sirena canta “porque ha perdido una perla llora una concha en
el mar”. La nostalgia me atrapa como un pulpo gigantesco y el paraíso de mi
infancia va y viene entre inmensas olas de caricias maternales, ternura de mis
abuelas y dulzura de mis tías. Sobre esas olas, en una pequeña embarcación de
recuerdos, navegan mi padre, abuelos, tíos, los hombres de mi familia con sus
voces graves, los que reían a carcajadas, me llevaban de la mano y decían que
los chicos no lloran.
Seguí su ejemplo durante años, cambié mi voz, me negué a llevar camiseta de tirantes y boina, reí, no lloré. Y así la vida fue pasando con una elegante y apasionada serenidad. Hasta que llegaron las muertes, la nada. Entonces no lloré, no sabía.
Un día cualquiera, no recuerdo la causa, pudo ser un amor no correspondido, una partida, un regreso, el sufrimiento de un niño, el desvarío de un anciano, la acumulación de sentimientos, no lo sé, no lo sé, pero fui otro, y yo, supe, olvidé lo que me habían enseñado, aprendí. Y lloré.
Jonás me toca el brazo y me invita a seguir remando, a dejar de soñar. El mar se encrespa y contamos gaviotas en vuelo, la costa está cerca y en la playa distingo cuerpos de león con cabezas de hombres barbudos, tumbados, alados. No sé si hemos llegado a Mesopotamia o el problema es que no sé cómo continuar. Lo dejo por hoy.
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