No abro, a nadie
Este diciembre puedo seguir con mis historias y aburriros pero me detengo,
alto, solo añado que hoy escribo con mordaza, que me ato los pulgares con
alambres para no sacarme el corazón y dejarlo ahí, impúdico, chorreando sangre
del ventrículo taponado por malezas sentimentales, figura impactante,
higroscopio de un monje que señala con su vara el mal tiempo, los granizos, si
no se le ve el gorro es que hay niebla, elemental interpretación de lo real,
vivac en medio de la avanzada hasta la tragedia, esperar el regreso y no hay
ejercito retirándose en polvorosa, ni siquiera un soldado con un anhelo cosido
al pecho a quién responsabilizar de todos mis muertos emocionales, de tanta
maquinaria de guerra encallada en el limo de la nostalgia, en el fango
empecinado y maloliente de recordar lo irrecordable, una pasión inútil –ya, ja-
insistencia dolorosa y al final esto es un lamento a la luz de la neomenia,
nadie escucha -eo, eo, ¿hay alguien?- el augur señala con su lituo, nadie le
corrige. Me subo a la manada de lobos y los conduzco hasta la próxima
caricatura, mañana, que me estoy cansando de los cazadores furtivos de palabras
y figuras, de ser leído como quién mira un zootropo, de trabajar tanto en esta
zanja diaria que un día me acuesto dentro y que me entierre el siguiente -no es
una amenaza, es un ruego-, la 55 y su cuerpo de arpa, la japonesa, la
hechicera, la gloriosa señora de ayer (una de las tres) o tú que lees.
Tocan en el cristal de mi ventana y no abro.
A nadie.
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