Noria
Sin querer embozarme en el desánimo escucho los pájaros y el viento en la
alameda, el camino está cortado por flores, a los lados hay estatuas de mármol
en jaulas de colores. Escribo yo y no otro y gozo y temo y el cazador está
apostado en el brezo. Llega una carta de Ella que me desbarata, me arma, me
desarma. Estaba en un cuadrilátero insoportable de sal y de lágrimas y desde
hoy he claudicado, he traspasado el límite, he pasado al otro lado y ya no
entiendo nada, además sé que no se puede entender, siempre tengo la idea que es
pasajero, pero no, persiste sin que pueda hacer nada por remediarlo. La hierba
se quema de lluvias y la vida es como la recordamos, su sonrisa -la de la
fotografía en la pared- me mira, alegrándome. Pienso en Ella (¿o en una ella?)
sabiendo que no debo hacerlo, me obstino en su sonrisa y el pecho se me llena
de catedrales con las piedras ardiendo y menesterosos escondidos en la sombra
de las cruces. Escribo lo que no debo y aun así me grabo el óvalo de su cara,
la pienso, la describo, su cara feliz, o lo parece, o estar con ella en una
esquina puede ser tan mágico que puedo equivocarme y pintar de nostalgia lo que
no es sino presente pero sé que no y la niña pertenece al pasado y queda la
mujer que me mira, a la que no puedo tocar sin temor a que algo ocurra, a la
que hasta su olor me atrae y me evoca recuerdos de los que no tengo constancia
pero están ahí, cuando en el mundo no había un nosotros y su mirada y su halo y
una alimaña detrás, escondida pero ahí, esperando que desfallezcamos para devorarnos
y el cristal, también ahí, separándonos irremediablemente en este territorio de
ríos azules, de otoños, de nostalgias heredadas, de arbustos negros, de olas
sobrepasando la escollera del ayer, pataleo sobre el ayer, mecagüen el ayer.
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