Benito, Francisco y yo.
Es así, volvía de admirar la puesta de sol en el mar de Fora cuando me asaltó, de nuevo, la imagen de Ella, desnuda, el recuerdo de nuestros vicios privados, en Madrid, en Roma, aquellas noches de lujuria y desenfreno. No, no podía caer en tentaciones baldías, debía continuar firme en mi fervor, en la piedad, en la fe, en mis ideales de castidad. Me quité la ropa y como Benito de Norcia, como Francisco de Asís, me arrojé sin pensarlo a una zarza espinosa al lado del camino. Dolía, dolía mucho pero vencí aquel recuerdo impio, no pequé de pensamiento. A mis gritos lastimeros acudieron unos peregrinos que por ahí pasaban, fui rescatado y auxiliado, desangrado, dolorido. Llevo una semana en urgencias. Lo peor es que Ella no me llama, joder, si llego a saberlo peco y no me tiro.
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