Cámara de vídeo (¡).
Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha
estado vivo nunca.
Ninguno
está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido,
una ausencia, a veces menos.
Matamos lo
que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar
con un pulmón ajeno!
(Rosario
Castellanos)
Sus días transcurrían plácidos, sin sobresaltos, cómodos, se quería, se
regalaba una vida amable, de soltera sin altibajos.
Hasta que compró una cámara de vídeo.
Como vivía sola, al principio se dedicó a grabar a las vecinas que colgaban la
ropa en los tendederos, a la portera que daba vueltas por el patio, a su pez, a
su perro, a las palomas.
Un día decidió grabarse a sí misma.
Nunca se había visto desde fuera y tuvo curiosidad.
Colocó la cámara en un trípode y enfrente instaló el escenario apropiado. Se
vistió con un traje vaporoso, aquel rojo que le sentaba tan bien. Fue un ritual
en el que no dejó nada al azar, la iluminación, la música, el color de las
cortinas.
Y se grabó.
Paseó por la habitación, habló a la cámara, cantó, gesticuló, recito alguno de
sus poemas.
Y esperó.
Sentada frente al televisor, con un vaso de vino en la mano, oprime el on.
No, esa cámara estaba estropeada, ella era más joven, esa señora que se movía
de forma ridícula, con esas poses afectadas, con los hombros hundidos, con la
mirada cansada, con ojeras, con arrugas, con esa falta de garbo, no podía ser
ella.
Su vida era tan cómoda, ¿en esa se había convertido?, ¿en esa absurda mujer?
Esa misma noche tiró la cámara de vídeo por la ventana.
Desde arriba vio cómo
se estrellaba contra el suelo.
Luego se quedó tumbada en el sofá, insomne, viendo aburridos programas de tele
tienda, resúmenes de GH Vip, telefilms antiguos, programas de relleno de
madrugada, como otras noches.
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