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Capítulo 143 de Rayuela
Por la mañana, obstinados todavía en la duermevela que
el chirrido horripilante del despertador no alcanzaba a cambiarles por la
filosa vigilia, se contaban fielmente los sueños de la noche. Cabeza contra
cabeza, acariciándose, confundiendo las piernas y las manos, se esforzaban por
traducir con palabras del mundo de fuera todo lo que habían vivido en las horas
de tiniebla. A Traveler, un amigo de juventud de Oliveira, lo fascinaban los
sueños de Talita, su boca crispada o sonriente según el relato, los gestos y
exclamaciones con que lo acentuaba, sus ingenuas conjeturas sobre la razón y el
sentido de sus sueños. Después le tocaba a él contar los suyos, y a veces a
mitad de un relato sus manos empezaban a acariciarse y pasaban de los sueños al
amor, se dormían de nuevo, llegaban tarde a todas partes.
Oyendo a Talita, su
voz un poco pegajosa de sueño, mirando su pelo derramado en la almohada,
Traveler se asombraba de que todo eso pudiera ser así. Estiraba un dedo, tocaba
la sien, la frente de Talita. ("Y entonces mi hermana era mi tía Irene,
pero no estoy segura"), comprobaba la barrera a tan pocos centímetros de
su propia cabeza ("Y yo estaba desnudo en un pajonal y veía el río lívido
que subía, una ola gigantesca..."). Habían dormido con las cabezas
tocándose y ahí, en esa inmediatez física, en la coincidencia casi total de las
actitudes, las posiciones, el aliento, la misma habitación, la misma almohada,
la misma oscuridad, el mismo tictac, los mismos estímulos de la calle y la
ciudad, las mismas radiaciones magnéticas, la misma marca de café, la misma
conjunción estelar, la misma noche para los dos, ahí estrechamente abrazados,
habían soñado sueños distintos, habían vivido aventuras disímiles, el uno había
sonreído mientras la otra huía aterrada, el uno había vuelto a rendir un examen
de álgebra mientras la otra llegaba a una ciudad de piedras blandas.
En el recuento
matinal Talita ponía placer o congoja, pero Traveler se obstinaba secretamente
en buscar las correspondencias. ¿Cómo era posible que la compañía diurna
desembocara inevitablemente en ese divorcio, esa soledad inadmisible del
soñante? A veces su imagen formaba parte de los sueños de Talita, o la imagen
de Talita compartía el horror de una pesadilla de Traveler. Pero ellos no lo
sabían, era necesario que el otro lo contara al despertar: "Entonces vos
me agarrabas de la mano y me decías..." Y Traveler descubría que mientras
en el sueño de Talita él le había agarrado la mano y le había hablado, en su
propio sueño estaba acostado con la mejor amiga de Talita o hablando con el
director del circo "Las Estrellas" o nadando en Mar del Plata. La
presencia de su fantasma en el sueño ajeno lo rebajaba a un mero material de
trabajo, sin prevalencia alguna sobre los maniquíes, las ciudades desconocidas,
las estaciones de ferrocarril, las escalinatas, toda la utilería de los
simulacros nocturnos. Unido a Talita, envolviéndole la cara y la cabeza con los
dedos y los labios, Traveler sentía la barrera infranqueable, la distancia
vertiginosa que ni el amor podía salvar. Durante mucho tiempo esperó un
milagro, que el sueño que Talita iba a contarle por la mañana fuese también lo
que él había soñado. Lo esperó, lo incitó, lo provocó apelando a todas las
analogías posibles, buscando semejanzas que bruscamente lo llevaran a un
reconocimiento. Sólo una vez, sin que Talita le diera la menor importancia,
soñaron sueños análogos. Talita habló de un hotel al que iban ella y su madre y
al que había que entrar llevando cada cual su silla. Traveler recordó entonces
su sueño: un hotel sin baños, que lo obligaba a cruzar una estación de
ferrocarril con una toalla para ir a bañarse a algún lugar impreciso. Se lo
dijo: "Casi soñamos el mismo sueño, estábamos en un hotel sin sillas y sin
baños." Talita se rió divertida, ya era hora de levantarse, una vergüenza
ser tan haraganes.
Traveler siguió
confiando y esperando cada vez menos. Los sueños volvieron, cada uno por su
lado. Las cabezas dormían tocándose y en cada una se alzaba el telón sobre un
escenario diferente. Traveler pensó irónicamente que parecían los cines
contiguos de la calle Lavalle, y alejó del todo su esperanza. No tenía ninguna
fe en que ocurriera lo que deseaba, y sabía que sin fe no ocurriría. Sabía que
sin fe no ocurre nada de lo que debería ocurrir, y con fe casi siempre tampoco.
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