Pájaros góticos en el embarcadero.
Quizás ha llovido en exceso durante mi
ausencia, un beneficio sobre las piedras bruñidas por el sirimiri y el silencio
de los estandartes empapados.
Debo decir que desde el adarve solo nos
despidieron los pájaros de la madrugada, un francés airado quiso prohibirnos el
ascenso y consiguió justo el efecto contrario.
Llovía y después nevó.
En el cambio del comercio del usurero al
altar de señoras sin corona de espinas comenzó el estudio de la teogonía y los
jazmines, caridad en el atrio y sacerdotes enredados con gruesas mujeres
escondidas bajo las sotanas de diario.
En algún lugar entre un entonces de abstinencia
y un ahora de vidrio y mentiras entrelazadas en la solemnidad del psicoanálisis
se reclinó el afán y nada y una dama de ojos verdes da cuenta de la decrepitud
de la virtud.
No hay nada que hacer.
La memoria troceada se deforma entre la
belleza y lo irreal, alaba el suspiro de un cíclope dormido en su jerarquía, en
la persistencia de la añoranza.
Está lo del barro pero no extenderé en ello.
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