Jueves, hay que ver.
Humeaban las casas de la ribera, los ejércitos crédulos se perdían
carretera adelante, cansados, hastiados de muerte, saqueados ya el granero y la
tez de las niñas perdidas en los balcones colgados sobre los lentos días de
hambre y plegarias.
Y es que ya no recuerdo que pasó en el 49, excepto que siempre hacía viento y que no había un lugar donde sentarse. No habíamos nacido, la ciudad era tan gris, serenos ebrios se apostaban en las esquinas y las calles estaban surcadas por ráfagas de estrellas.
Fotografías en blanco y negro de los puentes rotos sobre el rumor del agua. El amor nacía en el borde de una falda, en la curva de unos hombros, en mis dedos torpes que hurgaban ciegos. Pellizcábamos los himnos, detrás de las grúas nos desafiaba la otra orilla.
Antes de la partida, con el viento sur, el humo rojo de las chimeneas de la Fábrica alborotaba el patio. Los armarios y el teléfono estaban mudos, llovían paraguas sobre las alfombras de flores y voces. Con la prisa olvidé la brújula sobre el mantel de cuadros.
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