Alpendre.
Se apagaron los cuerpos y el amor se volvió transparente, se nos fue de las manos, flor deshojada que flota en el río.
El agua, que era luz, se volvió sombra, noche extrema que fluía por las riberas de la soledad, tan dura, tan larga.
Interpreto las miradas de ceniza y extiendo palabras como hilos de cobre temblando mientras busco la rama donde asirme, el ruido en la buhardilla, el de la madrugada, una habitación saturada de profetas, el verbo pálido, el incansable frío desde las semillas derramadas.
Me aburre el temblor de mis labios al musitar ese nombre en las alcobas con ancianos desolados, ebrios de monjas y visitas de familiares lejanos, de candidatos a una firma, un código, un lugar, ahí está enterrado. Por eso van, los viernes, aún esperan un gesto, un cabeceo, el índice señalando, una herencia. No.
Estas cosas dicen que digo, que escribo, que dejo aquí sin importarme el rubor, el nombre, sin tener en cuenta que los días se hacen más cortos y el otoño.
Malditos amores reencontrados.
Román Zaslonov
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