Adiós 2007
No nos alcanza el tiempo,
o nosotros a él,
nos quedamos atrás por correr demasiado,
ya no nos basta el día
para vivir apenas media hora.
No nos alcanza el tiempo,
o nosotros a él,
nos quedamos atrás por correr demasiado,
ya no nos basta el día
para vivir apenas media hora.
Esto va derivando hacia otra cosa,
es tiempo de ajustarse el cinturón:
zona de turbulencia.
Nocturna y solitaria lucha, lengua dolorida en añoranza, los pies en tinieblas de entierro. Brazos en cruz, lluvia de párpados, aúlla la noche que palpa el filo de navajas en celo. Saber decepciona. Viajar al extremo de una estrella, con flores de piedra, ríos infinitos, dioses burlones desgarran anhelos. Tiránica ley de gemidos, luna obstruida de pájaros estancados, perros que muerden sus alas marchitas. Recorrido eléctrico por estancias sucias, dolor de entrañas, lamentos de espinas. Saber es amargo. Esto no es un final, apenas he empezado, esta ha sido la metonimia de la sospecha pero aún no he aclarado gran cosa, algo busco en el centro de mi mismo, algo que explique y justifique, que de sentido, impulse, que acompañe el viaje hacia la nada. Últimos días de un sueño roto, puedo escuchar la risa bajo la tierra de la ausencia. Y los lamentos. Este es un tránsito hacia la lucidez.
Cuál es el signo de la impiedad? Él respondió sin dudarlo: “El hastío” (Mahfuz, en Ecos de Egipto)
(sigue)
Sus cenizas
orientan hoy mis pasos
y salto sobre ellas sin miedo.
(Luisa Castro)
Siguió la sospecha, una vez que la llave entró en la cerradura de la puerta principal y encontró las ventanas cerradas, se dedicó a prender el pabilo de cirios amarillos que iluminaron los cuadros con escenas de caza, con retratos de serios señores vestidos de gris, cornucopias y, en mitad del aposento, la cama con una mujer desnuda que se sobresaltó ante aquella presencia inesperada, tapándose los pechos, buscando su combinación de seda, una puerta, un arma, una huida del hombre que se acercaba con gesto amenazante. Por ejemplo, o. La mujer vestida de perfume, buscó su pijama mientras el intruso se acercaba. Detrás de él, fotógrafos, abogados, periodistas. Y ella, la otra, su pérfida rival. Supo que estaba perdida y afrontó el escándalo con una mueca de desprecio, con su cuerpo desnudo indiferente ante los flashes de los reporteros. O también.. El reloj del salón acababa de dar la diez. La mujer despertó a la cuarta campanada. Con ojos aún nublados de sueño, no reconoció aquella espalda, ni los largos brazos del hombre que yacía a su lado. Con un gesto pudoroso se cubrió los pechos y busco a tientas su ropa. No sabía quién era aquel hombre y mucho menos donde estaba. Bajo una jarra con agua en la mesilla de noche, dos billetes arrugados. Esas cosas. Misterios de la palabra escrita, trazos negros con florituras de mariposa, alianzas con la fantasía, rutina de los días con relojes, con horarios inflexibles, con cordones al cuello, con necesidad de creer que hay otras posibilidades, otros caminos, una mirada bajo la alfombra, flagelarse la espalda con escritos llenos de mentiras, de verdades imaginadas, de necesidad de inventar lo que no. Ilusiones. Lluvia de gallinas desbordando la tinaja bajo los agujeros del tejado. Alrededor de la cama caballos invisibles piafan y agitan las crines húmedas por el sudor, cocean a un imaginario caballero, trotan por las nubes formadas en los sueños de una mujer desnuda, dormida, abandonada sobre las sábanas negras. Desde la ventana, un hombre, real, la mira y en sus ojos baila el deseo. Al fondo suena un piano.
(sigue)
Una vez transcurrido el fulgor de la sílaba gutural queda la fragmentación de lo cotidiano, la mansa adecuación al deterioro físico, el músculo supeditado, Vía Láctea en láminas, frascos numerados, los goznes de lo oscuro girando en lo de después, tinta azul para un tiempo en el que las cunetas se poblaron de olmos de recuerdos, no se precisa un tratado de hermenéutica para interpretar estos difusos trazos de post rasguñados en la altiva garamond, a veces otras hasta aquel viernes en que el cielo estaba gris y las olas rompían con estruendo en las rocas bajo las propiedades del convento. La muchacha protegía su nuca de los hilos de salitre que flotaban en la playa invadida de gaviotas. Caminamos sobre un sendero de algas y a nuestro paso la espuma formaba arcos brillantes y húmedos. Hablábamos y las palabras quedaron prendidas en las zarzas –giré la cabeza y florecían-. Hablábamos y todo estaba dicho. Nos besábamos y el pudor nos envolvió los labios. La conocí, sí, y aún no he empezado, kilómetros de lluvia para un viernes, pensar en ella mientras conduzco, ella al final de una autovía de camiones, cantando en una ventana, mirándome desde una curiosidad que quiero concretar, bailando de puntillas con una música de guitarras, presentida en sus cartas a otros, en sus miradas a otros, en sus palabras a otros, dijo aire y contesté aviones, dijo I y contesté H, nos dijimos tantas cosas y ninguna, no hizo falta. Ella. Al conocerla deseé tenderme a su lado (vestidos, ¿eh?) y abrir los cajones de su cabeza, uno a uno, revisar sus armarios interiores, saber de sus recuerdos, de sus miedos, de sus gozos, de sus luces, de sus cuartos oscuros, quise abrirle las ventanas y dejar que el sol entrase por sus cuartos. Ay, hacía tanto frío en aquella playa. ¿Lo digo?, al conocerla, después, deseé tenderme a su lado (desnudos ¿eh?) y besarla en cada herida, en cada cicatriz, en las grietas que le sorprenden, en los huecos que la bajamar ha dejado en su historia; deseé hacerlo con tal lentitud que nos iban a faltar horas para tantos besos, besos de pájaros, besos tiernos, besos de niños sorprendiéndose el uno al otro en un pajar con luz de luna. Al conocerla comprobé que era real, que respiraba, que miraba tan dentro que sabías, que ataba con un cordel su fantasía y la llevaba como un globo de los que daban los jueves en las zapaterías. Después nos despedimos y el milagro quedó ahí, creciendo, trepando por las ruedas de su autobús, por mi autovía de camiones. Este beso no puedo suplantar al que no nos dimos.
(sigue)
La mitad de las ocupaciones del hombre son funestas, la mitad de sus gestos, gestos de duelo. La muerte ha puesto ya su impronta sobre la vida. Esta está formada por una serie de actos incoherentes, sin finalidad, si no es la muerte, que, a su vez, carece de sentido.
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Sigue la palabra como tentación, hablar para salvarnos, quod pro quo, escribirnos, leernos, a veces sentirnos, democracia de los blogs, liberarnos de las voces que nos aprisionan, redimirnos contando nos, justificando la distancia, agitando las fotografías como señuelos, los colores y poco más, poema a poema, historia tras historia, la misma, esto ya lo hemos leído antes y a otros y las Variaciones Goldberg y el dolor de su mutismo, la avidez de los cuerpos y las princesas que jamás leyeron “El astrágalo” de Albertine Sarrazin. B tiene miedo a bañarse en el mar porque de niña le asustó una ola. P guarda los cubiertos bajo servilletas de hilo en un cajón del armario de la cocina cuando hay tormenta, teme a los rayos. F es un misógino. FB tiene miedo a mirar a M de frente porque le intimidan sus amplios senos y sus caderas de paridora. JM dice que le gustan las jóvenes y se ríe. A es moralista y cuando habla te apunta con su dedo índice. C cree que es la mujer menos atractiva del mundo. P pensaba que a un momento de felicidad le seguía uno de dolor, sufría en sus risas. MY lloraba cada noche antes de dormirse porque pensaba que el mundo era injusto con ella. AM está preocupada por el paradero del alma de Hitler, teme que esté en el infierno. X lleva boina por dentro de la cabeza. S es seria y fuma demasiado. L siente marchitarse su lozanía. G es bella y ríe, no sé que hace cuando no. AG es artista. DB juega al fútbol. B es rencoroso. PM es anciano y bebe vino de Rioja. F es alto y pesca bogavantes. R es tasquero. I es asturiana y dulce. Justo antes de mi enfermedad un barco de bandera cubana encalló en la barra en mitad de la bahía, fotografías de un tiempo no demasiado lejano y sin embargo desde entonces ha pasado un mundo.
(sigue)
En la teoría psicoanalítica lacaniana, se considera como registro de lo simbólico al área del psiquismo dedicada a procesar perceptos (estímulos) principalmente acústicos y también, a través de vías acústicas, estímulos visuales, táctiles, etc. para ser después reducidos a símbolos.
En el registro de lo simbólico se tiende en lo posible a transducir toda clase de información a unidades discretas del tipo signo (por ejemplo, significantes), por medio del proceso dialéctico de la metonimia/metáfora.(De Wikipedia)
Concepto del doble, otro, ser el que eres, espejo, su otro lado, Alicia, fascinado por la nimiedad, viejo intento de escribir una novela –no esto, no esto, por favor- en la que se mezclen un viaje a Lisboa, ráfagas de jazz, fragmentos de una historia que después se bifurcó, aquella ciudad con su estatua ecuestre, saudade, carreteras del Alentejo, Wayne Shorter, la lonja de pescado en Faro, la cama estrecha en la pensión en Alfama, luego la vuelta y ni siquiera habíamos salido. Detrás de los signos, de las metáforas, asoma una teoría de la lucidez, una vez que sabes no hay regreso, nada es igual, ya no se puede olvidar, el conocimiento nos deja en una cima de la que no se puede bajar, aire frío rompiéndose en los diques del alma, sin huella, las cenizas de los últimos años esparcidas por las cordilleras de días que sangran, sábanas huecas, no recinto del sudor después del amor, estampa fijada en el espejo del hotel de la plaza, un caballo pintado en la pared, supe, oh, supe, sé y el oxígeno de la lucidez se ha quedado en mis arterias hasta cegar un futuro indescifrable. Basta, pongamos en orden los misterios. No ocurre aquí nada extraordinario si descartamos que la improbable poiesis contenida encierra un latido, un pacto con las palabras desde el cuarto de atrás, hablo para ser, y viceversa, ella está ahí, leyendo, la escucho cuando se acerca con sus zapatillas de gato y Tobías a su lado. Clavo clavos de oro en la caja que encierra los rosarios, el cuaderno de sumas y restas, el fragmento de una noche, la imposibilidad de reinventar la magia de la mirada que convertía un sueño en la historia más bella después del diluvio de luz, cuando se abrieron las esclusas lunares y su cuerpo pudoroso se bañó al borde del pozo que nos tragó para siempre. El mármol del silencio sella la oscuridad donde yacen los recuerdos.
(sigue)
Roman Jakobson, ha realizado una clara y concisa explicación de las relaciones entre metonimias y metáforas guiandose por las consideraciones estructuralistas de Saussure. Por otra parte el mismo Jakobson en el trabajo referido explica en parte la diferencia de ciertas afasias, metonímicas las unas, metafóricas las otras. Jakobson considera que la metonimia se relaciona con lo que el antropólogo James George Frazer ha clasificado como magia por contagio, y que la metáfora se relaciona con lo que el mismo Frazer llama magia homeopática, o imitativa. También Jakobson encuentra que los procesos de lo inconsciente, denominados por S. Freud «desplazamiento» y «condensación», son coalescentes o correspondientes a la metonimia y a la metáfora respectivamente. A partir de esto es que Lacan expresa que lo inconsciente está estructurado como un lenguaje, mediante procesos de tipo metonímico y metafórico. Según varios lingüistas la metáfora es una exageración de la metonimia.
Crecen las verdades como corteza y la hiel se ha disuelto, oh maravilla, mientras le envío mensajes sin respuesta -¿estás bien?, pregunto- y nada, desde entonces todo es nada, miro en derredor y aquí ya he estado, eso pensaba cuando la grieta del pecho no cerraba, no crecían flores en sus pezones mínimos, no buscaban mis dedos la húmeda certeza, sus labios entreabiertos, la mirada de niebla, nos amábamos sobre la hierba y en su pubis crecía el paraíso. L´emozione non ha voce cantaba Çelentano y ella se obstinaba, todo o nada, escogí nada y eso fue todo, volver a empezar, cambiar de llaves, la derrota me hizo esclavo, perdí la dignidad, Alcibíades amaba a Sócrates y si aún escribo así, aquí, es que no soy libre y te acompañe tu obsceno doble hasta el fin de los tiempos, amén.
(sigue)
Wikipedia dice: La metonimia (del griego metha: «más allá», onimeia: «denominación») es un tropo o figura retórica que alude, como su etimología lo indica, a la translación de un nombre o translación de una denominación, es decir al 'sentido translaticio' -lo que vulgarmente suele llamarse 'el sentido figurado'-.
Justo ahora que comprendo que esto no es una elegía, no hay desesperanza, al contrario, brilla. No es usted sospechoso –dijeron- y eso me lleno de ira, me desalojó del diván en el que compartía el miedo y el asombro, los descubrimientos de otro sexo, las lecturas de Max Aub –lo primero que recuerdo de ti son las manos- y en realidad estoy cavando el foso donde enterrarme, a aquel/yo/otro, subiendo después este/yo/el mismo sobre la tierra amontonada y saltando al otro lado, allí donde aún no hay reproches, ni silencios y la punta del lápiz titubea ante tamaño espacio albo, ante la dimensión del todo, un nuevo mundo para inventar, faltarán nombres para tanto personaje, definiciones para los artificios, piezas para los artilugios que hurguen en la piel de la sensibilidad, entre los entresijos del aburrimiento, organizando carne y ropa, desnudez y florituras para hablar como otro, sentir como otro, ser otro sin haber llegado a ser uno, osadía pasando de puntillas por los límites, por la limitación, bostezos apenas ocultos por piadosas manos y soy un hombre Afortunado encerrado ahora en su box, blop, blog comenzando, quizás sin saberlo, la versión 2.0 de este sueño y la hoguera está encendida, pueden ustedes preparar sus puentes mientras sentado en una terraza, en Roma –amoR- escucho las 5 easy pieces de Scott Walker, enteras, prodigio de músico y mi paciencia.
(sigue)
Scherezade corre por los largos pasillos del palacio con el cordel de la imaginación enredado en los tobillos. Abre puertas, mira detrás de las cortinas, busca la historia que salve su vida esta noche. Sus pupilas están dilatadas por la belladona. La atropina y el miedo aceleran su ritmo cardiaco, teme el hacha del verdugo. Cierro corchetes de un tiempo invisible cuando en la mesa del jardín se posaban insectos de obsidiana y los tigres husmeaban el olor de las gacelas sobre las hojas mustias de otros días. Hay que encontrar el cuento que nos salve esta noche, que redima la doble mirada de nostalgia y futuro, con tristezas de agua detenida, con risas amarillas, con las horas volando sobre los nueve números que llevan a la voz de la ausencia. La voz como pretexto para llegar al ombligo y desde ahí al alma cautiva. Es decir la experiencia desvistiéndose de lo irremediable, de lo apocalíptico, de los bosques de pesadillas mientras con dedos de saqueador guardo debajo de la alfombra el descubrimiento de que John Dewey mantenía una concepción enteramente dinámica de la persona, que proponía la reconstrucción de las prácticas morales y sociales, también de las creencias. El travelling del vuelo sobre la playa en invierno lo he sacado de Fellini aunque el fragor del mar, el viento roto y las gaviotas estaban ahí antes de Nino Rota, antes de Laga.
(sigue)
Se quedaron callados y no supieron cómo empezar
el diálogo que era necesario.
Las palabras fueron las primeras en crear divisiones,
en crear soledad.
Esperaron.
Pasaban las páginas con
De
...No hicieron nada.
(Mark Strand)
Constancia de vida, fugacidad de los días. Levantarse y caminar, desembarazarse de los sueños rotos, de la avaricia de las ideas tantas veces repetidas, sacudir lo quieto, seguir adelante por los caminos de tierra roja de las duras semanas -lo de la alfombra es una ilusión-, domeñar el deseo de las plantas trepadoras, resbalar los dedos por el contorno que define lo que ya no. Controlar el vértigo del salto -¿vuelo insignificante?- que atraviesa el umbral sin retorno.
(Duda B: entienden lo que escribo?. Lo entiendo yo?)
Seguridad de muerte. Tiempo impregnado de placeres pretéritos, de recuerdos amontonados. Olvidarse de aquel que fuimos - el ojo reconoce la mentira-, negarlo antes que cante el gallo, tapiar las puertas fáciles, despejar el camino de malas hierbas, hilar lana y salir trasquilado, escuchar el sonido de nuestros huesos, atarnos a los obenques para evitar el mareo antes de irnos a pique. Escribir sobre el miedo para vencerlo, constatar que –de momento- se mueren los otros..
(Duda C: los otros son todos menos yo?)
Se levanta la mañana, melódica y afortunada. Dos gorriones se buscan en el suelo y juegan, sus alas levantan pequeñas nubes de tierra marrón que filtran el naciente sol inclinado. La tórtola zurea incansable en el tejado. Al traspasar el umbral sabe de la mirada cotidiana que le sigue. Una mujer al otro lado de la calle reanima la ausencia inglesa. Iluso, se abraza a la inconformidad de aceptar que pasea solo. Alisa los pliegues generosos de los recuerdos y se desvela sumergido. Quisiera sacar la cabeza fuera del pozo de la nostalgia. Inútil, el cuerpo se hunde, no distingue la cabeza.
Pero no hay tiempo para la pereza y mientras, camina tal cual hasta el centro del pueblo. Un fresco viento de poniente acaricia y esparce jirones de nubes por el cielo. El día brilla y relucen las piedras. Diría que hoy le miran sorprendidas, interrogativas. Quieren. Sí, quieren. Quieren saber. Quieren saber más y más con acerada curiosidad. Si pudiera dejar de no estar. Si pudiera ser luego. Si pudiera ahogarse en la lucidez de mañana. Si no fuera siempre demasiado pronto para que llegue ahora. Si no se obligara a vivir después, para acabar quedándose siempre empapado en relojes de antes. Esta lluvia de destiempos no cesa. Hasta las respuestas que ensaya son como caballos corriendo hacia atrás. Haga lo que haga vuelve a encontrarse llegando, renovando la salida.
Cruzan con él saludos. Piensa que las calles están llenas de hombres sentados a la orilla de la vida. Entrevé su caminar con la cabeza baja. Sin llegar a pensarlo se distrae. Dibujos de tiza en la pared, nombres dentro de un corazón, caras sonrientes, flechas, insultos a la autoridad, carteles con prohibiciones. Recoger la correspondencia, notificaciones del banco, cartas con propaganda, facturas. Y la espera retorna. Espera, siempre espera el mensaje que le salve. Cree recordar que antes de que se fuera a Inglaterra los caminos no eran estos laberintos.
Volviendo a casa le asalta la inquietud ¿Cuándo, cuándo fue? ¿Cuándo aceptó esta carne muerta? No siempre fue así. Hubo un tiempo en que habitaba un cuerpo vivo. ¿Lo sabía entonces? No, cuando lo supo era demasiado tarde. Claro, sólo ahora sabe que fue demasiado tarde. Entonces se ocupaba en contemplar sus hazañas. Para demostrarse que estaba vivo y así, ocupado como estaba en ser un héroe para ella, no llegó a saber que estaba vivo. Que lo crea, que ella lo crea, aún, aún... con qué fuerza aún desea que ella lo salve de estar ya muerto.
Al doblar la esquina un vértigo inesperado se apodera de él. No precisa levantar los ojos hasta la ventana. Esa mirada constante en la que se mece hoy lo arranca del soliloquio, de arriba abajo su cuerpo se desgarra. División que no admite apelación. Así, atisba con certeza que el riesgo es otra cosa. Que no había riesgo en sus hazañas de cuando se creía vivo en la otra escena. Maldita certeza que se planta erguida marcando inequívocamente la inutilidad de los laberintos y la dirección de la real sima que es preciso saltar.
Esa noche sueña con un viejo travestido, máscara femenina, en elegante traje blanco. Con voz obscena le llama para, cuando él le mira, devolverle una mirada de odio y desprecio. Este especular escenario onírico da cuerpo a una verdad que el escenario de la realidad desdibujaba. Sale de casa sin comprender aún pero sabiendo llegado el momento de concluir. No más, no más mirarse completando los cuadros ya sabidos. Camina rápido, justo al entrar en la estación su salto toma el nombre de canal de la mancha. No advierte un autobús que se aproxima, le golpea y le arrastra por el suelo.
En el hospital, Carmela, con paciencia, le acomoda entre las almohadas, le alisa las sábanas, le ofrece agua, una revista, le arregla el pijama, le comenta lo afortunado que es a pesar de esa pierna escayolada. Le mima más desde que hace tres años un taxi negro atropelló en Londres a su hermana pequeña. Jamás pensó que la muerte de su cuñada trastornara tanto a Daniel, nunca se había llevado bien con su hermana demasiado rebelde.
Desde su accidente Daniel se ríe cada noche con un viejo travestido. Los médicos no se explican que un golpe en la pierna haya llegado a afectarle la cabeza.
Se levanta la mañana, melódica y afortunada. Dos gorriones se buscan en el suelo y juegan, sus alas levantan pequeñas nubes de tierra marrón que filtran el naciente sol inclinado. La tórtola zurea incansable en el tejado. Daniel sale de su casa y Carmela le despide agitando la mano desde la ventana. Al doblar la esquina ve a una mujer al otro lado de la calle y trata de adivinar si tiene algún parecido con Ana, no sabe si esta habrá cambiado de estilo de vestir durante su ausencia inglesa. La duda se abraza a la inconformidad de aceptar que ella no pasea ya a su lado por los pliegues generosos de los recuerdos que alisa y desvela, blanco pañuelo sincero planchado sobre una mesa de madera, sin mantel. Mirando al fondo de si mismo se ve sumergido, la cara fuera del pozo de la nostalgia. Ve el cuerpo, no distingue la cabeza.
No hay tiempo para la pereza y mientras camina hasta el centro del pueblo respira un viento de poniente que es fresco y acaricia, que esparce jirones de nubes por el cielo. El día brilla y reluce con ojos bajo la piedra transformados en ojos sorprendidos que dicen y preguntan, que quieren contar tanto, reconciliarse, saber todo, o parte, conocer, descorrer las cortinas de las horas o rasgarlas con afilada curiosidad y furia. Lluvia de relojes que no cesa, inundando este estar aquí, ahora, y no estar, absorber el aire lúcido que ahoga de tan puro. Recordar a Ana, sin cesar, llenándole de antes, siempre hay un antes y esto podría ser una pregunta como caballos corriendo hacia atrás, jinetes llegando de espaldas a la salida.
Alguien le saluda, alguno le sonríe, muchos se cruzan con él caminando con la cabeza baja. Las calles están llenas de hombres sentados a la orilla de la vida, justo allí donde comienzan a dividirse las aguas. Dibujos de tiza en la pared, nombres dentro de un corazón, caras sonrientes, flechas, insultos a la autoridad, carteles con prohibiciones. Recoger la correspondencia, notificaciones del banco, cartas con propaganda, facturas, nunca un sobre amarillo, rosa, nunca una carta con su nombre escrito con letra retorcida y nerviosa. Pasatiempo de los sábados, todos los días de Daniel son sábado ahora que se ha jubilado.
Mientras vuelve a casa por otro camino piensa que cuando se asimila el progresivo deterioro físico, un día se descubre la muerte, la propia, se asume el final. A partir de ahí uno pretende singularizarse; encontrar al otro; abandonar la tribu; buscar más allá de lo que hay, de lo que parece; trascender; pagar la deuda con uno mismo; ser el que eres; reinventar la vida; intentar salir del cotidiano y tedioso camino; constatar que las normas asumidas pueden modificarse, que nos hemos engañado con la rutina, con lo cómodo, con lo conocido; partir, abordar el riesgo, cualquier riesgo, incluso el de la soledad. Daniel no sabe si podrá cambiar todo esto evitando la colisión con lo que ha amado, con los que le aman, si podrá hacerlo sin poner en peligro lo edificado, sin hacer daño a los otros, sobre todo a sus hijos, a su nieto, a Carmela. Le parece complicado, teme que los días se llenen de fricciones, de uñas arañando la puerta de atrás, de tormentas y de cielos negros, un futuro desfasado. Al llegar, Carmela sigue en la ventana y Ana en su cabeza.
Esa noche Daniel sueña con un hombre viejo, se le aparece travestido, con un traje blanco, con la cara pintada como una mujer; le llama con voz obscena y en su mirada burlona hay desprecio y odio. Lo asocia con la muerte, tiene miedo y al despertar todavía está asustado. Sale a la calle con una pequeña maleta. Esa mañana no recoge el correo, deja atrás la plaza y se dirige a la estación. Está decidido, irá a Londres, no sabe donde vive Ana, solo tiene un número de teléfono, pero irá. No ha querido, no ha podido despedirse de nadie; no sabe si es un cobarde, un miserable o un valiente. Camina rápido con la sonrisa de Ana bailándole entre los ojos. Cuando entra en la estación no advierte a un autobús que se aproxima, le golpea y le arrastra por el suelo.
En el hospital, Carmela, con paciencia, le acomoda entre las almohadas, le alisa las sábanas, le ofrece agua, una revista, le arregla el pijama, le comenta lo afortunado que es a pesar de esa pierna escayolada. Carmela le mima más desde que hace tres años un taxi negro atropelló en Londres a su hermana pequeña. Desde entonces no es el mismo, jamás pensó que la muerte de su cuñada impresionaría a Daniel más que a ella misma. Ay, ella nunca se llevó demasiado bien con su hermana rebelde, con Ana.
Aquí escribe el que tú imagines, una imagen construida desde el capítulo uno hasta el cuarenta y me llevo seis o doce o treinta habitaciones sin luz, como hondas mazmorras en las que duerme el miedo.
...Algún día
lo contaré
¿eh?...
Vagamente la estadística dice números, cuantos entran y de dónde, apenas nada, no quién, ni nombres, ni un apunte, un olor, un rostro, una caricia al leer, aquí he estado, garabato en la pared, trazos de tiza, lengua común para acercarnos, acequiero regulando el caudal, acróbata en equilibrio sobre una palabra, sobre otra, a la pata coja, guardabosque para que nadie entre o nadie salga, domador del afán de contar todo de golpe, paciencia que no habla de los equivocados, de los paseantes, de los miopes, de los que leen al trasluz, el otro lado, ese que no veo y desde donde se divisa un paisaje que no me pertenece.
Aquí escribe el que tú imagines, el que pintes desde los recuerdos y el presentimiento, desde las huellas aún no vistas en el pasillo al futuro a un aroma guardado en cajas con flores secas, caracolas y poemas en idiomas que cantan. Os pirilampos tremeluzian na relva.
Al final, nos estamos pintando sin vernos, lienzo en blanco o abstracta amalgama de colores, voces huidizas, viento encendido, nunca pasa el mismo río.
“La tía Len me mostró los dibujos en espiral que había en la superficie de los girasoles del jardín, y sugirió que contara los flósculos que contenía. Al hacerlo, me señaló que se disponían según una serie – 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, etcétera – en que cada número era la suma de los dos que le precedían. Y se dividía cada número por el número que lo seguía (1/2, 2/3, 3/5, 5/8, etcétera), uno se acercaba al número 0,618, que se conocía como la divina proporción o la sección áurea, una proporción geométrica ideal utilizada a menudo por arquitectos y artistas” (De “El tío Tungsteno”. Oliver Sacks)
S y G se citan, furtivamente, bajo el farol de Artecalle.
Saliendo de un cantón, una marea de compulsivos bebedores de vino los atrapa, los engulle y los integra en incesantes visitas a bares y tabernas. Los tasqueros no se cansan de verter el morado líquido sobre los vasos que atestan los mostradores, de cobrar a los parroquianos qué, fanfarrones, sacuden monedas y exhiben billetes.
Separados, S apenas puede distinguir a G, mimetizado entre los hombres uniformados con largas gabardinas. S extiende los brazos para alcanzarle pero las conversaciones huecas, los diálogos de la nada le obligan a bajarlos. El gentío implacable los aparta y les incita a beber, a sorbos, amargos cosecheros caducados. El mal trago socava su voluntad, les estropajea la dicción, les deja los ojos rojos, el estómago revuelto y las piernas flojas.
Al llegar a la hucha junto a la hornacina de la Virgen de Begoña, S logra aferrarse al picaporte de una zapatería; desde allí soportando requiebros y burdos piropos consigue divisar a G acurrucado junto a un portal. Él también la ve y musita su nombre entre esa multitud tocada con boinas que les separa. Aunque el riesgo es grande, indiferentes al peligro, S y G se lanzan al runrún del centro de la calle forcejeando con rodillas y codos, con furia, con la mirada obstinada, fija el uno en el otro. Sobre los hombros de los bebedores, sus dedos se rozan, se tocan sus manos hasta que por fin, sus cuerpos se encuentran, se funden en un abrazo y se besan largamente. G grita un te quiero que retumba en los cristales, en las cortinas que ocultan a las comadres curiosas y entonces, como por un conjuro, los hombres con gabardinas hasta los pies se separan, se alejan, cabizbajos, se pierden por las bocacalles sombrías. Solo quedan las risas de los niños que juegan en los soportales de la catedral y los silencios de las mujeres colgando ropa en los balcones.
Dejando tras de sí una estela luminosa que resbala por los raíles del tranvía nuevo, S y G, de la mano, sonrientes, van en busca de su refugio victorioso.
.alle arap eidan yos sesem somitlú sol etnaruD
.nídraj us a etnerf lobrá led odagloc ogiS
.ojaba azebaC
emrarim areiuqis nis odal im a asap anañam adaC
,ergnas ed etnerf al odnanell átse em eS
seromur ed sajero sal y oido ed nózaroc le
,selgni sal ne rolod led sámedA
sanaznam sal sadot odimoc eh em
.seip sim ed soded sol ertne nagac sorajáp sol y
.olucídir led le y oirbiliuqe led oditnes le odidrep eH
.sollislob sol ed sadenom sal odíac nah em es, omloc araP
.ralguj orto etnac el euq y ojab em sotse ed aíd nU
Esto es un poema.
Aquí está permitido
fijar carteles,
tirar escombros, hacer aguas
y escribir frases como:
Marica el que lo lea,
Amo a Irma,
Muera el...(silencio) .
(Ángel González)
Es profeta
hasta el junco
hasta el agua y la noche:
sé
que me estoy muriendo.
Oh, amor, aguja de reloj
congelada en mi fuego,
sólo
soy
un sonido de luna,
y te llamo y te escucho
en el eco
del llanto.
Sé
que me estoy muriendo.
Manu Cáncer, poeta contemporáneo nacido en Bilbao donde vivió su infancia y su primera juventud.
Se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad de Deusto, carrera que nunca ejerció. Después de recorrer varias ciudades españolas, se estableció en Madrid.
Su primera obra poética «Grita», fue publicada en 1980 y luego siguió trabajando con diversos estudios poéticos entre los que sobresale «Blues de todos los jueves».
Intermedio.
Entre una imagen tuya
y otra imagen de ti
el mundo queda detenido.
En suspenso. Y mi vida
es ese pájaro pegado al cable
de alta tensión,
después de la descarga.
(De "Lógica borrosa" 2002)
Chantal Maillard
Daniel ha viajado con su familia, una visita turística a Londres. La ciudad le trae muchos recuerdos.
Después del museo Británico, de la galería Tate, del subir y bajar del autobús panorámico y caminar de un lado para otro, esa primera noche, a pesar del cansancio, no puede dormir. Decide ver la televisión, sesenta canales, no sabe en cual quedarse. Escoge un combate de boxeo, campeonato mundial de los ligeros entre Erik Morales y Manny Pacquiao. En el tercer asalto le vence el sueño. De pronto, entre los espectadores, en las primeras filas, cree distinguir el rostro de Ana, su mujer. -No puede ser, está a mi lado –piensa. Mira bien y sí, es su esposa o alguien que se le parece mucho, está junto a un sonriente hombre moreno con traje gris y pelo engominado, ella también sonríe y grita a los púgiles. Asombrado cambia de canal, una película de época, atildados caballeros con bigote y damas primorosamente vestidas; también Ana está allí, seguro que es ella, con una larga falda, arreglado moño y rictus serio, se expresa en un correcto inglés y se aleja caminando por la verde campiña. En otro, una Ana canosa explica en italiano como preparar una tarta de almendras y piñones. No, no es posible –piensa- debe ser el ajetreo del día- y acaricia los pliegues de las sábanas sobre la cama. Otro canal, una película X, el protagonista, hercúleo, penetra acrobáticamente a una rubia escultural que gime con escándalo y que resulta ser Ana, con una cara de placer que él no ha conocido nunca. Asustado apaga la televisión y tira el mando a distancia contra la pared. A oscuras se da una ducha, toma un orfidal y vuelve a la cama a intentar dormir.
A la mañana siguiente, mientras preparan las visitas del día, en el desayuno, decide no contar nada a su familia. Cuando se levanta a buscar un zumo, sus hijos comentan – Pobre papá, cuánto añora a mamá, que mal lleva la viudez-.
Molde de la estrecha vía,
dos hileras luminosas.
Presidenta de las rosas,
viene la Virgen María.
De plata y de pedrería
lleva las andas repletas
y, a su paso, las saetas,
para mas lujo y derroche
se van clavando en la noche
constelada de trompetas.
(Lorca)
No esperar de la vida para no arriesgarla; darse por muerto, para no morir.
Yo no estoy muerto, estoy enamorado.
Quién nunca ha estado en Bilbao, o no la haya visitado desde hace tiempo, puede pensar que es una ciudad gris, triste y fea. No lo es, en los últimos años Bilbao se ha convertido en una capital luminosa, alegre, risueña, tendida al lado de la ría que sube y baja, que se mira en el reflejo del Guggenheim, que se llena de puentes y jardines, de barrios que crecen por las montañas que la rodean.
En uno de estos barrios me ocurrió. Sentado en un banco de los jardines sobre la calle Miravilla, mi mirada se perdía hasta el Abra, resbalaba por el monte Artxanda y al girarme para observar los bloques y bloques de casas edificados en los terrenos donde estaban las antiguas minas de hierro, la vi. Me miraba, eso me sorprendió, desde que Sole me dejó -por triste, dijo ella- me había vuelto invisible ante las mujeres, o eso me parecía.
Para mi sorpresa se acercó sonriendo y empezamos una conversación sobre esto y aquello. Me dijo que vivía en esa zona desde hace unas semanas y que no conocía a nadie. La invité a tomar un café en un bar próximo y seguimos hablando, sobre todo de literatura. Rosa –así se llamaba- escribía poemas, le gustaban Valente y Gamoneda, también algunas cosas de Neruda y Benedetti, el Borges poeta. Era bella.
Me invitó a subir a casa para enseñarme sus obras de arte y al decirlo su rostro brillaba. Al entrar en el piso me agradó la decoración, el buen gusto al escoger los cuadros, la biblioteca repleta. Las cortinas oscuras creaban una penumbra agradable. Ponte cómodo- me dijo- ahora vengo. Me dediqué a curiosear los libros alineados, entonces volvió Rosa, desnuda. Me quedé tan sorprendido que no supe reaccionar. No des la luz –dijo- mientras comenzaba a besarme, me quitó la corbata, la chaqueta, los botones de la camisa uno a uno, me hablaba con una voz tan dulce que pensé que hasta entonces yo había vivido en otro país. Tócame, ámame -decía-. Y a eso me dediqué con todo mi deseo, con el ansia de meses, con la torpeza del neófito, con la entrega del obediente, con la cautela del inseguro. Acaricié su cuerpo con lentitud, demorándome en su espalda, las caderas, los muslos. Besé su cuello, la nuca, los pechos, sus pies. Ven -susurró- y entré en ella y sus suspiros. Fue intenso, tan bello que empezamos de nuevo. Después, en la calma, mis dedos siguieron tocando su cuerpo aún estremecido. Entonces fue cuando lo noté, unas marcas bajo su axila derecha, varias, profundas. ¿Qué te ha pasado aquí? – pregunté. Cambió su cara, se puso seria. Vístete- dijo- vete. Me empujó hasta la puerta sin hacer caso de mis protestas. No esperé al ascensor, bajé por la escalera, busqué mi coche y volví a mi casa sola y silenciosa. Allí me senté a fumar cigarro tras cigarro, confuso, sorprendido, triste después de haber amado.
Han pasado unos días, he regresado a ese barrio tratando de encontrarla. En mi confusión ni siquiera le pedí el teléfono, no recuerdo la calle ni el número del portal, todas las casas me parecen iguales. La he buscado, he preguntado por ella, nadie la conoce. Estoy preocupado, creo que me enamoré, creo que estoy enamorado. Pero sobre todo está lo de las marcas. ¿Y si...? la cuestión es que desde entonces apenas puedo dormir, que estoy nervioso, inquieto, desasosegado.
Por eso si alguien viene a Bilbao – ven y cuéntalo- puede encontrarme en el mirador sobre la calle Miravilla, de espaldas a mi ciudad, escrutando cada ventana, cada mujer que se asoma, cada señal de mi cuerpo, cada latido aprensivo, infeliz, lleno de miedo, enamorado. Aún.