Damaris Calderón Campos
El amor
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Soy una vieja. Tengo 73 años. ¿Son amadas las viejas?
La pregunta es, ya en sí, pueril.
Me siento, me reclino, me tumbo. El verde está afuera, tras el cristal de
la ventana. No me toca. Los pájaros están afuera. (Me los como). Como
hace el gato. Y luego me sacudo las plumas. Con rabia. Porque no vuelo.
Una vieja no puede volar. Una vieja, como una bomba, es una carga
pesada. Sin detonante.
Una granada de mano enterrada. (Aún no).
—¿No puede estallar?
Cavo un túnel para salir de aquí. De entre estos huesos.
Cavo un túnel para llegar hasta el vientre de mi madre, Isis. Para que no
me alcancen los reptilianos.
Zapadora, soy una niña, pero nadie me ve, cargando el agua de la bahía de
Matanzas,
cortándome las piernas, saltando por la línea del tren.
Las viejas no tienen pasado. Detenidas. Fosilizadas.
Una vieja no ocupa mucho espacio, entre la mesa de noche y las pastillas.
Una vieja nunca será un lobo por más que aúlle.
La garganta de una vieja (sus cuerdas vocales) no están hechas para el
canto, sino para el chillido.
La piel de una vieja (mi piel) es como el polvillo de las alas de una
mariposa. Una eternidad que dura minutos y después se sacude, se borra.
Una vieja nunca deja rastros. Y si deja, es un rastro de sangre.
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Damaris Calderón Campos
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