jueves, 12 de abril de 2018

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Robert Capa1-Barcelona, Enero, 1939

El muerto estaba en un cruce de caminos; no llevaba uniforme; tenía la cabeza destrozada; su sangre se había secado en el polvo. Nuestro perro ladraba y corría arriba y abajo por el prado. Juan lloraba y Susana nos abrazó. Me gustaba el olor de Susana, tenía unos pocos años más que nosotros y su cara era como la de una virgen de misal.

Para alejarnos de la ciudad, nuestra madre nos llevó al caserío del abuelo y nos dejó al cargo de los guardeses. Apartándonos de las calles pretendía ponernos a salvo de los saqueos, de la violencia y de la brutalidad de la guerra en la capital.

Nuestra habitación estaba sobre el establo. En una esquina, por un agujero entre las maderas del suelo podíamos ver las vacas, los bueyes, resignados, casi inmóviles, a veces mugían y nos despertaban. También nos despertaba el canto del búho, los chillidos de los cerdos y los pasos en el altillo. Hacía frío y hasta la incómoda y ruidosa cama de muelles nos llegaba el fuerte olor de los animales. Juan añoraba a mamá y no entendía por qué nos habían dejado solos. De nuestro padre no hablábamos nunca. Los asalariados nos ignoraban: el hombre pasaba el día en el monte; la mujer, siempre seria, tosía entre el alboroto de las gallinas; era su hija Susana la que nos cuidaba y preparaba la comida, la acompañábamos cuando llevaba a pastar a las vacas.

Los días eran largos y aburridos. Nos daba miedo el bosque, la oscuridad, el graznido de los aguiluchos, los conejos, el gallo grande, bajar al prado junto al arroyo, el barbudo vecino de la casona en la hondonada y las sombras de los árboles detrás del granero. Sobre todo temíamos al hombre que venía a veces a cortar leña; procurábamos no tener ninguna relación con él, un individuo mal encarado que una mañana me riñó porque me había subido a un manzano, blasfemaba y dijo no sé qué sobre los niños ricos.

El grupo de hombres armados caminaba hacia la cantera, gritaban. Susana nos escondió detrás de unas zarzas y allí estuvimos tumbados mucho tiempo, con la cara entre la hierba, atemorizados. Entre temblores, sentí algo especial con la mano de ella en mi cabeza.

Sentados junto a la fuente, mientras los animales abrevaban, vimos pasar varios aviones en dirección norte. Susana no sabía lo que era el norte y se lo expliqué. A cambio ella nos habló de cómo orientarse en la oscuridad siguiendo las estrellas. Esa noche, asomados a la ventana, a lo lejos, desde detrás de las montañas nos llegó el resplandor de los bombardeos sobre nuestra ciudad. Nos dormimos muy alterados.

De madrugada me despertaron unos sonidos que no podía reconocer. Me tumbé junto a la pared y por el agujero del suelo miré entre las maderas. En la oscuridad, sobre un montón de paja seca y hierba cortada, distinguí unas piernas blancas, abiertas, desnudas. Después pude escuchar unas palabras groseras del leñador mientras se acercaba y pude ver sus nalgas moviéndose arriba y abajo sobre los gemidos y las risas nerviosas de ella; el hombre, al cabo de un rato, soltó una imprecación y quedó quieto sobre Susana que miraba al techo con ojos tristes. Estoy seguro que ella pudo verme.

A la mañana dije que me encontraba mal y me quedé en la habitación, no subí a los pastos. Desde entonces los días fueron aún más largos y más tristes. No volví a hablar con Susana. El sábado siguiente, nuestra madre vino a buscarnos y un tren lento nos llevó hasta Barcelona, donde vivían los abuelos.

Han pasado tantos años y aún recuerdo aquella madrugada y la mirada de Susana cruzándose con la mía.

Y además perdimos la guerra.


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