Incoherente.
Señoras y señores, desde el puente, sobre un río de aguas nada turbulentas, corriente abajo, me voy de viaje, al interior (de mí mismo).
Dado lo complejo y accidentado del recorrido es posible que no regrese hasta quién sabe cuándo (depende de lo dentro que llegue).
En cualquier caso, para urgencias, hay un timbre (ese, el rojo) que ustedes pueden pulsar si desean liberar deseos, de lectura, escritura de comentarios o actividades diversas (a mandar).
Acongojado, dejo este espacio atendido a distancia gracias a las más avanzadas tecnologías de botijo y pregonero, alpargatas y rumores.
Motivado por no sé qué demonios interiores comparto esta variopinta muestra de manifestaciones artísticas. Que las disfruten.
San José es un santo incomprendido, con su vara florecida y su barba de provincias, hay otros santos, ya lo creo, pero este me gusta, Pepe (Padre Putativo), voy a rezarle en esta retirada del mundanal ruido a otros ruidos, interiores, clamores, estruendos. Pues eso, hasta mañana.
Sean buenos, pequen a diestro y siniestro, si no se les ocurre cómo pídanme aconsejo, tengo una colección de pecados para regalar.
La trama
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.
FIN
Jorge Luis Borges
Jesús de Galíndez Suárez, nacido en Amurrio (Álava) el 12 de octubre de 1915 y fue raptado y enviado a la fuerza por avión a Republica Dominicana donde fue asesinado por Trujillo en 1956. Escritor, jurista y profesor de la Columbia University y delegado del PNV en el Gobierno Vasco del exilio.
Deberías conocer más sobre Jesús de Galíndez
¿Por qué tenemos que pudrirnos indefensos, entre el dolor y el deseo?
¿Por qué he vivido en el exilio?
¿Por qué sólo regresaba cuando se me concedía la gracia de hablar mi lengua?
Cuando reencontraba palabras perdidas o extraía del silencio palabras olvidadas…
¿Por qué sólo entonces oía el eco de mis pasos?
Lo recita Bruno Ganz en La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos (1998)
A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un despertar y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un ronquido quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una oscura forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, descentrado como un matador mítico para quien matar es devolver el toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como un adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber el semen que corre por la boca como desafío al Logos, le chupó la sombra del vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza magnífica, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.
(Capítulo 5. Rayuela).
(Capítulo 5. Rayuela).
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