Lo que sé.
El gobernador no prohibía los carnavales y
en marzo volvíamos disfrazados, no sé, de quién no éramos, de cantante
resfriado o de pirómano, de Keith Moon, de pordiosero, de recaudador de
impuestos, de vigilante de papeleras.
Nos
dormíamos por las esquinas sin viento pero interpretábamos aquel sopor como un
enigma.
Con Vinicius queríamos que todo aquello fuera
infinito mientras durase.
Llegó
abril y la letra maldita se me quedó en la punta de la lengua y no, ya no las
sutiles posturas de pupilas, el milagro de los cuerpos poéticos y decirlo bien,
deslizar el pulgar por su humana geografía hasta detenernos en el luminoso
punto en el que la vida se convertía en la vida.
Nadie
contó desde entonces los días de soledad, es un mes con hambre de rimar
ladridos.
Mayo
vendrá con el golpeteo de las contraventanas que ocultarán la luna y la
esperanza.
A
nadie le importará.
Porque
entonces llegarán los generales y el subir y bajar del telón de la libertad. Se
cerrarán las fronteras al tráfico y al tránsito, se prohibirán los disfraces,
todos seremos quién debemos ser, pintarán el aire de gris, morirán los
girasoles y en la garganta nos quedará el agrio sabor de no haber podido transformarnos
en otros, ajenos al paso marcial, sin cambiar comas ni puntos aparte,
encarrilados.
Lo mejor
es que ha parado de llover.
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