Brooklyn
Brooklyn, ese puente que no tiene precio
De paseo por uno de los iconos de la Gran Manzana, telón de fondo de películas e inspiración de escritores y cantantes
19.04.13 - 19:12 -
Cuentan las crónicas de la Gran Manzana que, en 1930, un austriaco con mucha labia y más cara que espalda le propuso a un tipo bajito, algo sobrado de kilos y de gatillo fácil un negocio cuando menos sorprendente: venderle el Puente de Brooklyn por 50.000 dólares. Ahora puede parecer una estupidez, acostumbrados como estamos a que el periódico nos sorprenda cada día con timos como el de los billetes tintados, el tocomocho o el del presidente destronado que ofrece una participación en una mina de diamantes a cambio de una mínima inversión en, pongamos por caso, Nigeria. Pero Lustig -así se llamaba el estafador- ya había conseguido ‘vender’ la Torre Eiffel dos veces, una de ellas a un chatarrero francés que decidió quitarle hierro al asunto para no hacer más el ridículo. La anécdota no hubiera pasado a mayores si no fuera porque el tipo al que este genio de la persuasión intentó tangar en Nueva York se llamaba Al Capone. Quizá, después de todo, su mayor logro fue evitar que el príncipe del hampa le llenara el cuerpo de plomo, o no acabar en el fondo del East River con unos zapatos de hormigón. Un crack, vamos.
El Puente de Brooklyn es uno de los iconos por excelencia de NY, a la altura del Empire State o la Estatua de la Libertad. En sus cables se ha enredado Godzila, por él ha paseado Meryl Streep y Melanie Griffith lo veía cada mañana camino del trabajo mientras sacaba filo a sus ‘armas de mujer’. La ciudad que nunca duerme ha salido en tantas películas que es raro no sufrir un escalofrío se mire donde se mire, reconociendo una historia que nos atrapó el corazón o una situación que nos dejó con la boca abierta; el skyline en glorioso blanco y negro desde Fulton Landing, mientras Perry Como canta con una tristeza infinita ‘Alguien allá arriba me quiere’. Yo, el primer recuerdo que tengo del puente es con 5 años, clavado al sofá mientras echaban por televisión ‘Tarzán en Nueva York’: Johnny Weissmüller saltando al vacío para huir de la Policía; 70 metros de caída libre en un clavado perfecto. Seguro que no soy el único. Claro que algunos han llevado la imitación al extremo... y han echado el resto. El travesaño que cruza el East River a lo largo de 1.825 metros fue escenario de numerosos suicidios, hasta que en los años 30 construyeron el Empire State que llamaba más la atención. Incluso hubo un hombre que tentó a la suerte y salió bien parado, todo por una apuesta de cien dólares. Descontadas las tiritas, no le debió quedar mucho.
La historia del Puente de Brooklyn se remonta a mediados del siglo XIX, apenas unos años antes de la Guerra de Secesión, cuando John Augustus Roebling, un arquitecto visionario, decidió unir las entonces separadas ciudades de Manhattan y Brooklyn. Los rigores del invierno helaban el río hasta el punto de suspenderse el servicio de ferry. Para superar el imprevisto, este hombre ideó un puente suspendido que sería durante veinte años el más largo del mundo. La obra, de estilo neoclásico y con dos torres separadas entre sí por 486 metros, era un desafío casi imposible de llevar a cabo con los medios de la época. Su artífice ni siquiera llegó a comenzar las obras: un barco que atracaba en el puerto le aplastó un pie y semanas más tarde murió víctima de la gangrena. Tomó el relevo su hijo Washington, con quien también se cebaron las desgracias. Fue una de las víctimas de la construcción de los cimientos, donde los trabajadores sufrían a menudo de descompresión y enfermedades derivadas como aeroembolismo, más conocida como la “enfermedad de los buzos”. De los 600 trabajadores que tomaron parte en las obras a lo largo de trece años, 27 perdieron la vida.
Washington tuvo que seguir los trabajos desde una ventana asomada al East River y enviar a su mujer Emily con instrucciones precisas a hacerse cargo de las obras, que comenzaron en 1870 y se prolongaron por espacio de 13 años. El tablero -construido con piedra caliza, granito y cemento- avanzaba sobre las aguas y con él el presupuesto, que llegó a desbocarse hasta los 15 millones de dólares, el doble de lo previsto. Fue el primero en emplear cables de acero con que garantizar la estabilidad, en concreto cuatro, cada uno formado por más de 5.000 alambres. Cuando finalmente se completó la estructura, la fatalidad a punto estuvo de dar al traste con el espíritu del puente. Apenas una semana después de su inauguración, una avalancha alentada por los gritos de una mujer que se precipitó por las barandillas, causó la muerte de doce personas. No era un buen presagio, en absoluto. A la mala prensa que acompañó los primeros tiempos de la estructura no tardaron en sumarse las dudas de los ciudadanos sobre la estabilidad de aquel monstruo, lo que llevó a un empresario circense a hacer desfilar 21 elefantes para convencer a la población de que aquello era seguro.
No es exagerado decir que una visita a la ciudad de los rascacielos está incompleta sin un paseo por el Puente de Brooklyn. El trasiego de peatones, vehículos, ciclistas y amantes del ‘jogging’ es incesante, pero una buena opción es la puesta de sol si se quiere disfrutar en calma del espectacular skyline del Bajo Manhattan, mientras grupos de jubilados practican Tai Chi a la orilla del río y los ejecutivos cambian el traje por las mallas de nailon y el mp3. Los ferrys y los mercantes cruzan el vano de luz que dejan las dos torres y uno no puede por menos que pensar que asiste a un espectáculo inabarcable. Los rascacielos que conforman el distrito financiero como un Gotham de celuloide, la Estatua de la Libertad anclada en mitad de la bahía, Chinatown y Little Italy -cada vez más ‘little’ desde que los italianos huyeron en masa a Brooklyn y colonizaron Bay Ridge o Bath Beach-, el Empire State a lo lejos como una novia desairada a la que han relegado ya demasiadas veces a un segundo o tercer plano. ¿Una sugerencia? Eche a andar desde la orilla derecha, después de una cerveza en el Seaport a la sombra de los veleros que atracan en lo que fue el antiguo núcleo holandés, la Trinity Church encogida al fondo de Wall Street y los carritos de pretzels y ‘hot dogs’ haciendo guardia en cada esquina. O desde el Ayuntamiento y la Corte Federal, atentos por si toda esa gente que sube y baja identificamos a un Henry Fonda entre tanto hombre sin piedad.
El puente se toma su tiempo y va cobrando altura mucho antes de llegar al agua. A la izquierda quedan sus primos hermanos: el de Manhattan, atrapado en un cartel de Sergio Leone con la leyenda ‘Érase una vez en América’; y más allá el de Queensborough, el preferido de Woody Allen. Al frente Brooklyn, ese universo de Paul Auster donde conviven en aparente sintonía rusos y ucranianos, italianos, judíos jasídicos e hispanos, y que es al mismo tiempo templo del hip hop, de los gimnasios de boxeo pintureros y del menudeo de droga. A la vista de la primera torre -en sus orígenes, la estructura más alta del hemisferio norte con 84 metros- uno tiene la sensación de entrar en una de esas catedrales europeas que elevan sus agujas de piedra hasta tocar el cielo. El puente tiene dos niveles: el inferior con seis carriles, tres en cada sentido de circulación para el tráfico; y uno superior restringido a peatones y ciclistas, que según la época del año oficia de inmenso solarium y pasarela de las vanidades. 145.000 vehículos cruzan la estructura a diario, lo que la convierte en una de las principales vías de acceso a esa Babilonia que es faro de negocios y museo interactivo. Todo en uno.
En marzo de 1994, un combatiente libanés se empeñó en demostrar al mundo que la realidad supera a menudo la ficción. Rashid Baz ametralló a los miembros de un grupo ortodoxo judío cuando circulaban por el puente, en venganza por la matanza de Hebrón en la que perdieron la vida 29 musulmanes. Causó la muerte a uno de ellos, Ari Halberstam, que con el tiempo bautizó con su nombre una de las rampas de acceso. No fue el único episodio terrorista. Dos años después de la tragedia de las Torres Gemelas, los tribunales norteamericanos condenaron a Iyman Faris a veinte años de prisión por idear un plan para derribar el puente de Brooklyn cortando los cables metálicos con sopletes. Pero el símbolo ha sobrevivido contra viento y marea, y con él su poder evocador, por muchos intentos de volver contra la ciudad aquella pintada de los años 70 que advertía de que “el sueño de América es la pesadilla del mundo”.
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