martes, 2 de abril de 2013

Sentado sobre hojas que esparce el viento (2)

Como me gustaría.

Sin que nadie se entere.

Volar tras el rayo.

Adonde yo no existo.

(Osip Mandelstam)
 

Debo desayunar algo más que un café cortado, no se excita mi imaginación. Una carcajada resuena entre mis amigos cercanos y mis amigas lejanas. La mañana transcurre lenta y todos somos tan, tan diferentes. Aún así la imagino – a ella- con cariño benevolente, atribuyo el silencio a un cruce de líneas, a una epidemia de mariposas amarillas posándose en sus alergias, a un inesperado ataque de amor que la mantiene postrada en una cama desbordada de caricias, desbocada de suspiros y te quiero. Qué casualidad, ese hombre fuerte, de pecho firme, un castrador de toros apasionado que la abraza y mima es el mismo de las páginas centrales de aquella revista doblada en una esquina de la habitación. Corro las cortinas, el día se está devorando a sí mismo, es posible que cierren los dispensarios de Prozac y ya sólo nos quede el consuelo del fervor silencioso de una nave de iglesia en penumbra, las ancianas rezando el rosario, el sacristán fumando detrás del confesionario. Voy a clavar las ventanas con tablones cruzados para que no entren los vampiros del miedo, los fantasmas de la culpabilidad, los muertos vivientes de tanta mentira flotando en la ciénaga del pánico al más allá y SS. empuja con ternura maternal mi silla de ruedas por la alfombra de esta casa tan grande y tan fría, me lleva del puzle al baño y del balcón a este cielo que canta como un coro de Carmina Burana mientras en un sótano gris un hombre de cráneo cuadrado está inventando una bandera, una diferencia, un agravio y ochocientos millones de seres humanos pasan hambre en el mundo, de ellos treinta están en la indigencia absoluta y yo aquí, como un gilipollas, quejoso porque tengo gripe y, aunque el medio es el mensaje, no puedo contagiaros, pero aún así envío una máscara para que la coloquéis junto a las cabezas de ciervo disecadas, los cuernos del toro que mató a Manolete y esa mirada petrificada que se salvó cuando todo lo demás estaba perdido y la bañera estaba llena de pirañas, queda mi esqueleto sonriente, calmado de dragones que escupen fuego y esa mujer con los pelos de serpiente que gruñe y me mira y me deleita y todo está en los libros, aunque el hábito, por eso es mejor vivir en este bosque, junto a las pirámides, en esta ciudad móvil que trasladan los caballos sobre troncos secos, los pescadores se han ido en sus frágiles barcos, los cantantes a sus teatros, las plañideras a sus entierros, nunca les falta trabajo a las plañideras, ni a los delatores, ni a los que engañan, ni a los traidores que son capaces de vender hasta a su padre -si le conocieran- y la tribu vuelve a su tierra, con sus ganados, sus grandes cacerolas de bronce, sus trajes multicolores, sus creencias, sus historias grabadas en madera, sus culpas, sus aros en las orejas, la inseguridad de sus canoas, la pericia de sus remeros, su secreto, el crimen latente, la vida brillando de esperanza en los ojos del niño rezagado que busca el consuelo de su madre y el polvo del camino los va cubriendo a todos y al final sólo el desierto sobrevive, aunque ese brote verde en primer plano nos salve, aunque esa estrella fugaz avive las incógnitas de un cielo tan interminable que nos anima a rezar, pero ese dios de ira no puede ser mi dios y ya no puedo reprimir el llanto y me dejo llevar por esta pena tan honda, tan antigua y cierro la puerta con cuidado porque, aunque no te lo creas, esta manera de escribir me duele dentro y ya no sé cómo disfrazarme.




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