Sentado sobre hojas que esparce el viento (1)
Un día los dioses bajaron a la tierra.
Lámparas de aceite, sabor a trigo.
Deja que toquen tu frente
con el vino que cura la tristeza.
Un día los dioses bajaron a la tierra
y luego nació el olvido.
(Pablo Guerrero)
Sentado sobre hojas que esparce el viento escribo con los dedos mojados en vino mientras los demás buscan comida para la tribu. La noche estuvo llena de volcanes y es posible que los tambores vuelvan a convocarnos. Ha dejado de llover y sin embargo la humedad nos oprime en esta selva agobiante y circular. Varios jóvenes, siguiendo la senda de los pastores, han llegado hasta los límites, varios más se han quedado sentados, algunos ya no quieren escuchar a los ancianos. Las mujeres preparan tintes y pintan en la corteza de los árboles. Los guerreros tumbados sobre el sudor de las bestias saben de su superioridad y gritan. Las viejas traen leña de los montes. Nada es como era. Los sonidos, rugidos, cantos de pájaros, silbos de pastores, ecos, ya no circulan por el aire. Por un claro sube una columna de humo hasta las nubes bajas. Dos hombres han muerto. La semana pasada nació un niño. Las parejas buscan la profundidad de la maleza para amarse. El río está crecido y los peces saltan a las riberas. Cazadores, labradores, caminantes y poetas bailan desde el amanecer. Dos cabras retozan bajo el olor de una higuera. Las mujeres saltan, menean las caderas, sonríen comprensivas y esperan su turno, saben que el mundo les pertenece. El sol hace días que está ausente. Las cabezas de los brujos, clavadas en largas lanzas, han comenzado a descomponerse. Creo que fue un error pero no se puede parar al miedo. Las sombras culpables se deslizan aquí y allí, entre la fría niebla. Yan se emborracha con alcohol de caña mientras prepara ungüentos contra las mordeduras de arañas ponzoñosas. Grandes bandadas de pelícanos buscan el sur. Los rezos de los misioneros cuelgan de los matorrales pero ellos se han ido. Es posible que regresen aquellos hombres que se visten de la misma manera, con sus rifles, gritos, crueldad, fuego, destrucción y ese hablar tan gracioso. El humano más viejo recuerda con horror el hongo gigante, nadie le cree, nadie le ha creído nunca. La televisión no habla de estas cosas. El botón rojo reluce en lo profundo de la cueva. Me corto los dedos de los pies y los lanzo a las iguanas hambrientas.
(Sigue)
(Sigue)
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