Claudio Magris
Utopía y desencanto. Muchas cosas se vienen abajo, cuando se viaja; certidumbres, valores, sentimientos, expectativas que se van perdiendo por el camino -el camino es un maestro duro, pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared:
A veces los lugares hablan, otras callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos. Como cualquier otro, el encuentro con los lugares -y con quien vive en ellos- es aventurado, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares le hablan hasta al viajero más distraído e ignaro con la evidencia misma de su aparición y de la vida que en ellos bulle. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen sólo a quienes los recorren conociendo lo sucedido entre aquellos árboles o en aquellas calles: la habitación donde murió Kafka, en Kierling, dice tantas cosas, pero sólo a quien sabe que entre aquellas paredes Kafka vivió sus últimas horas y mira hasta las grietas de las paredes bajo esta luz. Otros lugares se cierran en un opaco silencio y el encuentro fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la esterilidad. Y esto sucede porque el viajero -por ignorancia, soberbia o acedia- no encuentra la llave para entrar en aquel mundo, el vocabulario y la gramática para comprender aquella lengua y descifrar aquella cultura. El status viatoris que el pensamiento religioso atribuye al hombre implica también esta fragilidad, esta alternancia de gloria y caída, la capacidad de salvación unida a la exposición y al jaque mate y a la culpa.
Hay lugares que fascinan porque parecen radicalmente diferentes y
otros que encantan porque, ya la primera vez, resultan familiares, casi un
lugar natal. Conocer es a menudo, platónicamente, reconocer, es el brote de
algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido como propio. Para ver un
lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo familiar, continuamente
redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del encuentro, la seducción y la
aventura; la vigésima o centésima vez que se habla con un amigo o se hace el
amor con una persona amada son infinitamente más intensas que la primera. Esto
vale también para los lugares; el viaje más fascinador es un regreso, una
odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado, los microcosmos cotidianos
atravesados durante años y años, son un desafío ulisiano. "¿Por qué
cabalgáis por estas tierras?", pregunta el alférez en la famosa balada de
Rilke al marqués que avanza a su lado. "Para regresar", responde el
segundo.
Claudio
Magris, 'El infinito
viajar'.
Anagrama. Traducción de Pilar García Colmenarejo.
0 comments :
Publicar un comentario