Equilibrista desequilibrado
Estaba
aquella tarde en un ir y venir de pensamientos, todo muy loco.
Asomada
a la ventana de la casa de enfrente una bella mujer me sonreía y agitaba sus manos.
Me sorprendí al ver sus delicados dedos. Hablamos de balcón a balcón. Se
llamaba Isabel y había venido volando desde una tierra verde de manzanas y
peces, de montañas y genios escondidos entre las rocas.
“Quiero lamer tus uñas –dije- y el nácar de tus dientes”
Ella contestó: “ven, salta, sáltate”.
Medí la distancia, el muro del tiempo, el grosor de los cristales, la longitud de su risa, la lluvia de nostalgias que caía haciendo peligroso cualquier intento de asomar la cabeza al vacío sobre la calle que no cesaba de acumular bocas que gritaban, que llamaban, que decían cosas inconexas –cuchara, frío, oh, amarillo, crepitar, amabilidad, interferencia -. Me decidí por la cuerda, atada de ventana a ventana -¿dónde he leído esto?- con doble nudo marinero. Miré al cielo, me santigüé con la zurda y comencé el tanteo de equilibrista con los pies desnudos, la frente marchita y los ojos haciendo balancín sobre el hueco de las aceras que aplaudían el valor del miedo, el riesgo del volatinero, la audacia del inconsciente. Sudaba, sentía el salado sabor en la comisura de los labios, frío en los tobillos, advertía que a cada uno de mis pasos, Isabel y sus brazos estaba más lejos. Por eso salté, de cabeza, sin alas, girando en el aire en tirabuzones de trapecista herido, de pájaro escopeteado, de hombre lastrado por dolores de hombre.
Ahí quedé, sobre el asfalto, con los brazos en cruz, un hilo de sangre saliendo de la nariz torcida, una nube de espíritu Zweig, un hervor de meninges consumidas, la desilusión componiendo vendajes descompuestos. Caí, morí me levanté y a empezar de nuevo.
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