Aigee E en el subterráneo.
Uno, dos, Aigee E está rabioso y resentido, camina por ciudad con paso apresurado, vigila las esquinas. Cuatro, cinco. Acaba de mandar al diablo a media humanidad y está en proceso de hacer lo mismo con la otra media.
Nadie sabe de dónde viene esa rabia, esa amargura, esa frustración. Seis, siete. Tampoco nadie se ha mostrado interesado hasta el momento. Solo el perro que puede ver el futuro. Diez, doce. Cuenta con lentitud y arrastrando los finales de cada número(1).
Ha dormido en el sofá, se ha enfadado consigo mismo y se ha castigado a la incomodidad de los muelles en los riñones y el cuello torcido. Como vive solo nadie puede decirle eso de anda, tonto, vuelve. Catorce, quince.
Mira a los que se cruzan en su camino con ojos enajenados, bien es cierto que está bastante escuálido, pero aún así asusta (2). Cuando entre los coches aparcados encuentra alguno rojo le pega una patada al espejo retrovisor, indiferente a los insultos y a los puños agitándose a su paso. Cuatrocientos, quinientos diez.
No he contado que llueve, mucho, y que Aigee E no usa paraguas. Como consecuencia camina rabioso, resentido, airado y mojado. Sigue contando en voz baja, mil, mil cien.
Al llegar justo a la plazuela del Sagrado Corazón de Jesús dice dos mil trescientos doce. Se le cambia la cara, se dulcifica su mirada, baja las escaleras del metro y su rastro se pierde ya que no hay GPS literario que rastree en las profundidades de la tierra, tampoco en las del ser humano. (3)
(1) Más o menos así: dosss, tresss, quincese, ochocientosss, milll,
(2) Lo sé porque me he cruzado con él esta mañana. No sé si enajenado, pero tenía cara de pocos amigos.
(3) Lo lógico sería que algún lector/a curioso/a preguntase ahora eso de ¿Porqué cuenta Aigee E? Y todos tan amigos.
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