Conquistador.
Me
miraba sonriente y el agua de la ducha resbalaba por sus pálidos y firmes
pechos.
Después
se cortó las uñas de los pies sentada en el borde de la bañera.
Allí
estábamos los dos, con absoluta naturalidad, desnudos, hablando de cerezas
silvestres, bálsamos hogareños y barqueros en la orilla inadecuada, ya éramos
amantes.
Para
mí, tan convencional, tan clásico, me resultaba novedoso afeitarme delante de
una mujer cuando aún tintineaba en mi recuerdo el nombre de otra mujer.
Con
todo, ignoré mis heridas sin ungir, las cicatrices de otros amores visibles en
el costado, el adjetivo equivocado, un lapsus y yacimos de nuevo hasta quedar
sin aliento.
Su
espalda era un reino por conquistar, se rindieron los ejércitos de la duda y me
sentí hombre de nuevo, una agradable sorpresa.
Ella
tenía turno de noche y me citó para el día siguiente.
Apaga
las luces cuando te vayas –me recomendó mientras aplicaba toda la atención en
delinear la raya de sus ojos.
Y
ahí me quedé, rejuvenecido, extraño sobre la alfombra, una
avanzadilla de quinta columna, un guerrillero solitario en la colina, sin
atreverme a invadir los espacios de habitaciones cerradas, halagado por la
confianza, palpitando aún, a medio vestir, sorprendido por esa conquista
inesperada, sin saber todavía que el conquistado era yo.
Entonces
se abrió la puerta y entró un hombre.
¿Qué
hace usted aquí? –gritó, alarmado, hostil, agitando los brazos.
Pero
esa será ya otra historia.
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