Parker en el Metro.
Parker había entrado en el metro por la estación de Albia y pensando en sus cosas hasta llegar a Erandio no se percató de la bella dama sentada frente a él.
Cruzaron sus miradas y Parker desvió la suya a la negrura fuera del vagón. Aquella mujer le recordaba a alguien. Durante el trayecto volvió a mirarla varias veces con disimulo y sí, estaba seguro, la había tratado antes.
En Algorta coincidieron en la puerta de salida, Parker le cedió el paso con una sonrisa. Ella dijo gracias y ese fue el comienzo de una conversación por los túneles abovedados camino de la luz.
¿Nos conocemos? -preguntó Parker.
Sí -contestó ella.
Estaba seguro –dijo él.
Estás muy cambiado, John –dijo ella.
Parker pensó que debía estar muy cambiado para parecerse a un John desconocido pero le siguió el juego. Habló de temas triviales, cuentos de ancianos perdidos en un bosque, niños prisioneros en casas de chocolate, senderos de piedras reluciendo a la luz de la luna, las calles húmedas, el eco de pisadas en la noche, películas chinas, el rocío temblando en las hojas de loto, esas cosas.
Ella escuchaba con atención mientras caminaban por las calles desiertas de una urbanización inmensa, impersonal, parte de una ciudad dormitorio.
John, ¿quieres venir a mi casa? -dijo ella.
Y Parker dijo que sí ya que no tenía nada mejor que hacer. Ni siquiera sabía qué hacía en aquel lugar, con flores blancas en la solapa de la gabardina de grandes botones, con ranas entre los juncos de un insólito arroyo cercano.
Llegaron al portal y a la luz de las lámparas fluorescentes Parker se sintió tenso, ella era hermosa y el amor revoloteaba entre los buzones de la correspondencia y una bombona de butano en una esquina. En el ascensor quiso abrazarla (a la mujer no a la bombona) pero un “espera, cariño” le dejo mirando al suelo.
Pasa y ponte cómodo –dijo ella.
Parker pasó hasta una minúscula sala y se quitó toda la ropa.
Ella volvió con una bata corta que dejaba al descubierto unas piernas interminables.
Parker se acercó a ella.
Ella se acercó a Parker.
¿Estás cómodo así, desnudo? –preguntó.
Sí –contestó Parker.
Bien, prepátate –dijo ella mientras del cajón de un armario sacaba varios folletos y un cuaderno de tapas duras-. John, cariño, de todas estas cosas ¿qué te interesa? –y extendió sobre una mesita baja los papeles con fotografías de artículos diversos.
Media hora después Parker esperaba en el andén de regreso. Vestido, claro. Había comprado una cubertería levantina de cien piezas, una colección de chuchillos japoneses, toda la gama roja de Tupperware, un kit de supervivencia, una balsa hinchable y tres docenas de preservativos finlandeses garantizados contra fugas radiactivas, total 1.563 euros.
Parker silbaba mientras enfilaba la cuesta de Ibáñez de Bilbao. En el fondo, muy en el fondo de sí mismo, sabía que nunca espabilaría.
0 comments :
Publicar un comentario