El almuerzo.
No sin trabajo un cronopio llegó a establecer un termómetro de vidas. Algo entre termómetro y topómetro, entre fichero y curriculum vitae. Por ejemplo, el cronopio en su casa recibía a un fama, una esperanza y un profesor de lenguas. Aplicando sus descubrimientos estableció que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero m s por poesía que por verdad. A la hora del almuerzo este cronopio gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia que la para-vida escuchaba como quien oye llover, tarea delicada. Por supuesto la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método Stanley-Fitzsmmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus ocupaciones, y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de la muerte. (Julio Cortázar)
Le desbarata, le arma, le desarma. Si ya estaba en un estado insoportable, desde el miércoles ha traspasado el límite, ha llegado al otro lado de las cosas y ya no entiende nada. Además sabe que no se puede entender. Siempre tiene la certeza de que es pasajero, pero no, persiste sin que pueda hacer nada para remediarlo. La vida es como la recordamos y la sonrisa de esa mujer vuelve, alegrándole. Piensa en ella sabiendo que no debe hacerlo. Se obstina en esa sonrisa y hace lo que no debe. Y aún así, su cara, pensarla, imaginarla. Ella está feliz, o lo parece, o mejor, o haber estado en ese bar es tan mágico que puede equivocarse y pintar de nostalgia lo que no es sino presente. Aunque sabe que no, que la niña pertenece al pasado, que queda la mujer que le mira, a la que no puede tocar sin temor a que algo ocurra, a la que hasta su olor le atrae, le evoca recuerdos de los que no tiene constancia, pero que están. Su mirada, su halo, algo detrás de ellos dos, invisible, pero ahí, amenazador. Y el cristal, también ahí, separándolos irremediablemente.
Dime que temes darme la mano, dime que temes que nos besemos al encontrarnos, dime que no, que nunca, que estoy mejor lejos, que cada cosa tiene su tiempo y nosotros nunca lo hemos tenido. Dime lo que quieras, es igual, no podré sujetar esta ternura que me deja embobado cuando estoy contigo, estas inmensas ganas de abrazarte y sentir tu piel, de dejarme llevar por tanto sentimiento prisionero, soltarlo, llorártelo sin pudor sobre los hombros, decirte que no se puede querer tanto como te he querido, que no se puede sufrir tanto como he sufrido por ti. Y saber que ya no importa, que ni siquiera somos los mismos, que nunca hemos sido nada excepto una broma en la cenas, cuando se escarba en los pasados imposibles. Sin embargo, arriesgando tanto, me acerco a ti sin remedio, de forma inconsciente, sin pudor, sin pensarlo casi, con una repetida sinceridad al contarte, al abrirte mi corazón, al quedar expuesto a tu comprensión, a tu compasión, a quién sabe qué sentimiento, seguro que contrario al que quiero buscar.
Pero no sabe qué quiere buscar, no sabe qué fuerza le impide olvidarla, no sabe porqué se empeña en verla, en escribirla, en equivocarse así, en no pensar en ella cuando lo hace -en lo que es bueno para ella-, ni siquiera sabe porqué le tolera. Y se para, piensa que ya tiene edad para saber lo que debe y lo que no debe hacer. Ya, inútil intento. Piensa en ella y las normas no existen, los límites siempre están más lejos. Aquellas dos cartas que recibió las ha leído tantas veces que su letra está borrosa, lo que dicen le redime, lo que no dicen le llena de sueños y saber cuándo las escribió le devuelve a la realidad. Y la realidad es aplastante, demoledora, está el aquí y el ahora y vivir no es escribir y todo eso no son más que palabras que no llevan a ninguna parte excepto a disturbarle, a perturbar su tranquilidad reciente, a que le mire como al bicho raro que siempre he sido para ella.
Cuando lo percibo me paro, me leo, muevo la cabeza, me compadezco de mi mismo y decido si le mandaré estas elucubraciones. Pero sé que sí porque quiero que ella sepa hasta donde puede llegar el amor, eso que llaman amor, que ni siquiera sé si es esto o si solo es una locura que dura demasiado tiempo, media vida. Cada día estoy peor de lo mío.