Elanchove, por supuesto.
Hasta la ventana llega el olor del mar, se posa sobre las sábanas extendidas en los cuartos oscuros, deja una piel salobre, densa.
Por la calzada bajan los marineros.
Después la moneda se rompe por la mitad y el mundo se vuelve silencioso, ciego a las blancas olas a lo lejos, sordo al graznido de las gaviotas.
Ahora busca la luna desde esa ventana y solo ve nubes, noche.
El acantilado grita y él va a buscarlo.
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