Alfaguara.
Subo a la torre del homenaje para ver el reflejo de las alcandoras en la cima de los montes, se están avisando, vienen. Alrededor del castillo un paisaje de trabuquetes, maganeles y arietes intimidatorios.
En la tensa espera los pendones amarillos flotan al viento, Sé que llegarán, pronto. Aún así no tengo miedo, inconsciencia del que no tiene nada que perder. En la vara de alcándara dormitan los milanos.
Me reclino sobre la piedra aún caliente por el sol del atardecer, la toco con dedos temblorosos, el hambre, busco la humedad en las junturas, el musgo que alivie mi sed, lamo las troneras. Los ballesteros dormitan desfallecidos en las aspilleras. Hay un unánime deseo de que esta situación termine pero jamás nos rendiremos.
En el jardín de las damas se mecen al viento las hojas de los libros que cuelgan de los árboles, frutos literarios para los curiosos, para los ávidos de saber. Junto a la poterna del sur un jayán intonso no pierde de vista al jorguín que recita sus encantamientos mientras agita cascabeles y vejigas hinchadas.
En el patio de armas los garzones levantan la cabeza con altanería, los saeteros bruñen sus armas en los huecos de las almojayas. Hay una turbulencia de vientos y nubes que nos enardece. Me sobresalto con el bip bip de un mensaje en la pantalla, abro los ojos, no es de él, jamás me volverá a escribir. La alfaguara se convirtió en vinagre que empapaba las últimas cartas, escuetas, con esquinas, rezumando dolor y rabia. Temo que ya no llegará la magia de un: quiero verte. La parafasia me confunde y además nos atacarán al alba. En verdad, son estos tiempos duros para los hombres de armas. O así.
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