Casi ocho años después.
Lo de después es ya otra historia.
Llegan los sueños como mastines, fieros, negros. Me muerden los muslos de la ansiedad. Caigo por abismos sin fondo, me despierto. Me persiguen hordas de hombres oscuros, mal encarados, me despierto. Estoy en mitad de un desierto, angustiado, me despierto. Miles de ojos me miran, siguen cada uno de mis pasos, me despierto. Me afano, ansioso, sobre Ella, sin llegar a nada, me despierto. Vuelven aquellos a quién amé y amo y no están, hablo con ellos, es tan real, lloro y me despierto. Ay.
Sobre tres frases de Gabrielle
Colette
Colette escribió tres frases extraordinarias. Tres proposiciones muy densas, que apenas pueden seguirse, y que sin embargo emitió en un mismo movimiento. Quisiera comentarlas. Son éstas: “A menudo me digo que me gustaría vivir en el seno de una especie distinta de la especie humana. Hay una belleza natural más bella que la estética. Hay una belleza en los cataclismos, la tempestad, las tormentas, los saltos de los animales en la jungla, los galopes de los caballos sobre las mesetas y los prados, los meandros de los ríos en las llanuras, la gracia de los jóvenes que juegan”.
Hay una superioridad silenciosa de Colette sobre todos los demás escritores franceses que “explican” lo que hacen, que exigen demasiado sentido en el curso de la vida, que anticipan demasiada racionalidad en el Ser, que proyectan demasiada orientación en la Historia, que quieren fundar su decir antes de enfrentar sus riesgos (Montaigne, Rousseau, Sade, Laclos, Stendhal, Mallarmé, Ponge, Klossowski, Bataille…). Por desgracia, soy como eran ellos. Ella, Gabrielle Colette, como la castellana de Vergy, como Madame de Genlis, no argumenta. Colette era perfectamente consciente de esa soberanía que ella asociaba además, indisolublemente, con el silencio sexual. Se aferraba como a la niña de sus ojos a ese silencio absoluto, testigo de la fuente viviente en ella. Lo ejercía sobre todos los hombres que la deseaban, sobre todas las mujeres que ella pretendía. En sus Aprendizajes, confiesa que su “truco de enamorada” se restringió obstinadamente toda su vida a esa reticentia refleja. La sonrisa a escondidas, los ojos bajos, la mano que se retira, la evitación incomprensible, el retiro arisco, el silencio ante la pregunta que le plantean, el rostro inexpresivo ante cualquier súplica. Siempre responder mediante el rechazo a responder. Esa mujer nunca ocultó la admiración que sentía por los libros que Friedrich Nietzsche compuso en los años 1880. Es Cibeles ante los ojos de su madre y también es Cibeles ante los ojos de su hija. Un acuerdo total con la naturaleza funda esa obra. Una crueldad vibrante la impulsa. Despreciaba a los blandos, porque les faltaba desarrollar fuerza, a los gordos, porque no tenían el coraje de pasar hambre y adelgazar. Detestaba a los que se consideraban desdichados, porque le parecía que no había que añadir la necesidad al dolor que hace sufrir el azar. Fue voluntariamente Medea para su hija tal como lo habrá sido para su nieto. De manera sorprendente, Colette es la única escritora cuya concepción de la humanidad no fue ensombrecida por la experiencia de la primera guerra. Es lo contrario de Céline. Los dos hombres que más amó eran judíos (Schwob, Goudeker). No sintió ningún horror ante los horrores de las trincheras, que para ella no eran peores que el sitio de París, no eran peores que la Semana sangrienta. Lo peor era normal. Su padre, cuyo nombre masculino tomó como si se tratara de un nombre de mujer, había sido herido en la batalla de Melegnano, en 1859. Luego de que una bala de cañón austríaca le aplastara la pierna, fue amputado por un cirujano de Milán, justo debajo de los testículos, que quedaron ambos intactos. En el trimestre que siguió a su amputación, el emperador Napoleón III lo nombró por decreto imperial recaudador de impuestos en Saint-Sauveur-en-Puisaye. Ella escribió que nunca había sido tan feliz como cuando se reunía con Jouvenel en el frente, multiplicando los abrazos en una cama de hostería con el ardor incomparable de un hombre maloliente que sale del barro de la trinchera donde estuvo enterrado todo el día y que aún está completamente impregnado de miedo.
“El único ser al que veo completo es el feto en vísperas de nacer, que todavía nada.”
En esta frase de Colette, que fue bailarina nudista en el período de entreguerras, hay algo que anuncia las danzas extrañas, también desnudas, cubiertas de cenizas, del butoh, que siguieron a las bombas lanzadas sobre Hiroshima, sobre Nagasaki, y los siete años de ocupación norteamericana en el territorio de las islas del Japón que prohibían mencionarlas y llorar a sus muertos.
Fue en 1962 cuando Hijikata degolló en público, en la penumbra de un pequeño escenario, a un gallo que sostenía entre sus piernas desnudas.
La dependencia del origen, la inherencia al cuerpo continente de la madre de pronto, con un golpe de cadera, se rompe. Así es el instante natal.
Increíble danza expulsiva (pérdida del agua) intrusiva (la intrusión del aire en el cuerpo), caída al suelo (en la no motricidad, en la posibilidad de la muerte, en la defecación, en el hambre), tal es el fondo de la experiencia de los hombres.
Cada uno de nosotros viene de esa manera del mundo oscuro.
Así es el ankoku butoh, la danza oscura que agita a los nacientes que tratan de desplazarse y de sobrevivir en la superficie de la tierra, empujando los huesos de los muertos que los engendraron con sus sexos aún tumefactos y vivos.
Estiran los cinco dedos de sus manos hacia adelante en la luz lanzando gritos.
“Ankoku-butoh” quiere decir exactamente “danza-salida-de-las-tinieblas-que-sube-a-ras-del-suelo”. Que re-nace. Danza que intenta el renacimiento. Vida que procura renacer en el curso de una motricidad originaria.
Al día siguiente de una explosión estelar originaria.
Colette decía que tenía que hacer que su cuerpo gozara todos los días, sin excepción. Que había sido así toda su vida, sola o no, o con sus dedos, o con los labios de una amiga, o mejor aún, según lo que ella misma aclaró, penetrada por el sexo de un hombre más joven que ella. Colette explica esa necesidad por medio de una imagen potente: dice que le hacía falta “gozar cada día como un prisionero prepara la evasión”.
Pascal Quignard
En 1948, cuando vivía en Tucson, Georges
Simenon escribió “La nieve estaba sucia”, un título que destaca entre su
ingente producción literaria. Una magnífica novela, dura, sórdida, inteligente,
inquietante, tortuosa, profunda, con un personaje central bien definido que nos
hace pensar, que nos fascina y nos repele por su relación con la vida, con los
demás e incluso consigo mismo. Simenon nos va contando lo que ocurre en ese
pueblo ocupado por fuerzas alemanas y en un hábil giro narrativo pasa a lo que ocurre
dentro del personaje. En todo momento exige al lector que entre en la trama,
que la entienda, que participe. Me ha gustado mucho.
Lo que conté ayer no era del todo
cierto.
Jamás he cantado yodels.
Al menos en público.
En la intimidad, sí.
Lo confieso.
En realidad soy un estudioso del
trabajo de un tal Parker.
Ahora estoy literalmente
sumergido en su “
Parker y el límite hard” (clik para leerlo)
Pero me dicen que en realidad tal
texto es un plagio de otro texto de Pedro M. Martínez.
Me vuelvo a cantar yodels.
En la intimidad.
Es la vida, chicos, tantos trabajos he tenido en mi vida.
Jamás me he considerado novelista. Desde que empecé a escribir me sentí cuentista… Bueno, si me remonto a los orígenes, lo primero que escribí fue poesía, aunque aquello era más bien una suerte de conjuro verbal. La novela surgió cuando llevaba más de veinte años escribiendo cuentos. Tengo un amplio espectro de registros, desde una o dos líneas hasta un párrafo, una página, dos páginas, y en algunos casos textos de una extensión algo mayor. A medida que son más largos se vuelven más narrativos, y cuanto más cortos se parecen más a una canción. Puede que no sean poemas, pero el lenguaje, el ritmo y la forma son de un orden más musical, aspecto que se convierte en el elemento prioritario. Pero incluso entre los textos más breves los hay muy distintos. Algunos son como un grito, otros una especie de meditación. Realmente la novela era una especie de cuento largo. No era cuestión de que yo considerara que había llegado la hora de escribir algo orgánicamente distinto desde el punto de vista narrativo, sino que de repente me tropecé con un material que necesitaba mucho más espacio del que yo le podía otorgar dentro de los límites de un relato.
Lydia Davis
Abel Selaocoe acaricia el
chelo, Teddy Swins canta, Leopoldo María Panero habla y
deja poemas como insultos a la inteligencia de los
inteligentes y yo no entiendo, por eso es estimulante el diálogo
aunque sea entre biombos, aunque los antifaces, aunque las distancias, aunque
las mentiras empiecen a ahogarnos y nadar bajo el agua tiene el límite de la
capacidad pulmonar del que se desliza entre ondas y peces, entre algas que
ocultan y arrecifes que desgarran el confiado casco de cargueros surcando mares
transparentes pero, desafiando olas y espumas, monstruos marinos, cachalotes,
orcas agresivas, salvavidas atrofiados que miran sin ver desde su altura en
playas en las que ya no caben los que no saben nadar, los desplazados, los
apátridas, los diferentes, los que no se enamoran ni de sí mismos, los últimos
en llegar sin haber salido y hay días que no está uno para nada aunque
el frío de enero siga sin traducción y la geografía de la gloria siga dentro de una
incógnita de exploradores impotentes, de olas en la piscina mínima de un jardín
japonés que no sabe usted con quién está hablando y ni con un
zumo mañanero de orquídeas rojas se dilatan las pupilas de los dormidos
voluntariamente, hay que ver, que entre un insomne feo y la bella durmiente no
sé con quién quedarme y aunque no estuve en Pompeya a veces me siento sepultado
bajo montañas de lava aburrida, de materia gris incapaz de traducir alfabetos
turbios, que los pájaros cantan siempre la misma canción, que estamos aburridos
de pájaros, de los mismo pájaros, de la misma jaula, del bosque donde nos
perdimos hace años, entre lobos y sacamantecas, en la oscuridad, en el silencio,
en el peligro de incendios, destrucción del maná, frutos, raíces, recuerdos
bajo la corteza, amo a Carmen grabado en el tronco, añoranza
del deseo, de aquel deseo poderoso bajando de cumbres en las que apenas se
podía respirar, repetición del miedo, vuelta de tuerca al no ser, a la
inconsciencia, al punto cero, hay mañanas que divago, como esta, de cielos grises y nubes dentro del pecho, de dolor sin saber la causa, de una
desesperanza tal que meto la cabeza bajo una piedra y si se cae el mundo que me
pille dormido. Lástima de insomnio crónico.
Esto tiene un límite, llega desde aquí hasta aquí (y hace el gesto con las manos).
A partir de ese punto empieza el hastío, sin vuelta atrás, sin remedio, sin otra solución que continuar como si nada hubiera pasado (o cerrar la puerta y volver al principio, o buscar nuevos horizontes, o dar fuego a la barraca y aquí paz y después Gloria).
Estas son cosas que escribo
dictado por mi imaginación, un señor bajito que tengo sentado detrás del hombro
izquierdo y sospecho que mi inconsciente algo tendrá que ver. No es mi realidad (al menos la de ahora).
Mi realidad es que hoy es mi cumpleaños.
Muchas gracias por soportarme.
Charlotte Sorapure, The Letter, 2017
Parker intuye que esta ciudad está
abierta de par en par y aun así sus calles y plazas están llenas de
colaboradores del miedo, de chivatos del cuchicheo, de profesionales del
ombligo, de calígrafos de fronteras, de ciegos absurdos que se vendan los ojos,
de infantes que aún no han aprendido a leer pero que llevan puñales escondidos
para matar gorriones desprevenidos. Eso y la envidia como alquitrán. Se guarece
pero sabe que alguien le ha delatado.
Christopher Thompson, The Letter
No sé cómo explicarlo.
Estábamos tendidos sobre una
cama con peces, salamandras y rumores.
De fondo Zelenka.
Rumor de beatas en Begoña.
Algo hacíamos, un intento de disección del amor, la descripción de un plano
secuencia, escarabajos en el esófago, el mercurio sobrepasando la raya roja, la
armadura desaliñada sobre una silla de enea, la lanza clavada en el espejo, las
lenguas como serpientes, una forma de conocernos,
Me quiero detener en esto: la húmeda lengua dejando surcos en la espalda ausente, babeando como un niño, como un loco, como un perro con sed, como un idiota. Una estroboscopia del amor,
Un niño daba vueltas por la ciudad ajena y fría, con maestras surgiendo de las esquinas y novias vestidas de novia.
Un adolescente sentado en una esquina de la ciudad indiferente, ajena y fría, llovían estrellas en la ciudad de los ciegos.
Un hombre tumbado en mitad de la carretera que lleva a la ciudad ajena y fría, los límites se borraron y desde ese día fue extranjero.
Un anciano acezante con el pecho abierto como un campo de trigo, las amapolas aún miraban a la ciudad ajena y fría.
Estábamos tendidos sobre una cama con peces, salamandras y rumores.
Es difícil de explicarlo así, tan ridículo colgado de este gancho, me lastima
el cuello y la autoestima, deja un burujón absurdo allí donde se juntan las
venas y el rencor, me da un aspecto de masoquista que se exhibe, de profesional
de ausencias, de esclavo con el látigo del recuerdo lacerándome la espalda.
Quizás es Zelenka con su música religiosa-
O el rumor de llanto del que
llora al encontrar en la cama, entre las sábanas, arrebujado, un caballo gris
que me mira con ojos lastimeros.
En medio de Spinoza
«Encuentren lo que les gusta, no
pasen jamás un segundo criticando algo o a alguien. Nunca, nunca, nunca
critiquen. Y si los critican a ustedes digan: -De acuerdo- y sigan, no hay nada
que hacer. Encuentren sus moléculas. Si no las encuentran, ni siquiera pueden
leer. Leer es eso, es encontrar vuestras propias moléculas. Están en los
libros. Vuestras moléculas cerebrales están en los libros. Yo creo que nada es
más triste en los jóvenes en principio dotados que envejecer sin haber
encontrado los libros que verdaderamente hubieran amado. Y generalmente no
encontrar los libros que uno ama, o no amar finalmente ninguno, da un
temperamento… y de golpe uno se hace el sabio sobre todos los libros. Es una
cosa rara. Nos volvemos amargos. Ustedes conocen la especie de amargura de ese
intelectual que se venga contra los autores por no haber sabido encontrar a
aquellos que amaba… el aire de superioridad que tiene a fuerza de ser tonto.
Todo eso es muy enojoso. Es preciso que, en última instancia, sólo tengan
relación con lo que aman».
—Gilles Deleuze,
Al terminar la Guerra Civil muchos no volvieron, los que perdieron y regresaron a casa eran otros. Mi tío abuelo Ángel volvió cuando le liberaron del campo de concentración de Gurs, en Francia. Quizás a causa de su sordera y de las duras experiencias en el frente, era un hombre tosco, algo brusco, aunque con mi hermana y conmigo era cariñoso, tierno, nos hacía juguetes con madera y cuerda. Siendo yo muy niño solía llevarme de excursión a Artxanda. En las faldas del pequeño monte teníamos que cruzar entre muchas chabolas, viviendas precarias, sin electricidad ni agua corriente, expuestas a corrimientos del terreno, entonces sin árboles. Recuerdo que al pasar junto a las personas que vivían allí, mi tío Ángel hablaba con algún conocido, saludaba al pasar, yo me agarraba su mano, asustado. Hoy le he recordado al terminar de ver “El 47”, película que sugiero por su temática, por la extraordinaria interpretación de Eduard Fernández y por el intento del director de recrear la lucha de muchos por conservar la vida y la dignidad.
https://www.youtube.com/watch?v=hhdbMuAZsZo
https://www.youtube.com/watch?v=MZDFTt7s_uE&t=17s
https://www.pikaramagazine.com/2023/05/chabolismo-en-bilbao/
El último y mayor refinamiento de la vanidad es el fin de todo lo vano, igual que cuando una mujer juega con total seguridad con un hombre al que no necesita.