Sobre tres frases de Gabrielle
Colette
Colette escribió tres frases
extraordinarias. Tres proposiciones muy densas, que apenas pueden seguirse, y
que sin embargo emitió en un mismo movimiento. Quisiera comentarlas. Son éstas:
“A menudo me digo que me gustaría vivir en el seno de una especie distinta de
la especie humana. Hay una belleza natural más bella que la estética. Hay una
belleza en los cataclismos, la tempestad, las tormentas, los saltos de los
animales en la jungla, los galopes de los caballos sobre las mesetas y los
prados, los meandros de los ríos en las llanuras, la gracia de los jóvenes que
juegan”.
Hay una superioridad silenciosa
de Colette sobre todos los demás escritores franceses que “explican” lo que
hacen, que exigen demasiado sentido en el curso de la vida, que anticipan
demasiada racionalidad en el Ser, que proyectan demasiada orientación en la
Historia, que quieren fundar su decir antes de enfrentar sus riesgos
(Montaigne, Rousseau, Sade, Laclos, Stendhal, Mallarmé, Ponge, Klossowski,
Bataille…). Por desgracia, soy como eran ellos. Ella, Gabrielle Colette, como
la castellana de Vergy, como Madame de Genlis, no argumenta. Colette era
perfectamente consciente de esa soberanía que ella asociaba además,
indisolublemente, con el silencio sexual. Se aferraba como a la niña de sus
ojos a ese silencio absoluto, testigo de la fuente viviente en ella. Lo ejercía
sobre todos los hombres que la deseaban, sobre todas las mujeres que ella
pretendía. En sus Aprendizajes, confiesa que su “truco de enamorada” se
restringió obstinadamente toda su vida a esa reticentia refleja. La sonrisa a
escondidas, los ojos bajos, la mano que se retira, la evitación incomprensible,
el retiro arisco, el silencio ante la pregunta que le plantean, el rostro
inexpresivo ante cualquier súplica. Siempre responder mediante el rechazo a
responder. Esa mujer nunca ocultó la admiración que sentía por los libros que
Friedrich Nietzsche compuso en los años 1880. Es Cibeles ante los ojos de su
madre y también es Cibeles ante los ojos de su hija. Un acuerdo total con la
naturaleza funda esa obra. Una crueldad vibrante la impulsa. Despreciaba a los
blandos, porque les faltaba desarrollar fuerza, a los gordos, porque no tenían
el coraje de pasar hambre y adelgazar. Detestaba a los que se consideraban
desdichados, porque le parecía que no había que añadir la necesidad al dolor
que hace sufrir el azar. Fue voluntariamente Medea para su hija tal como lo
habrá sido para su nieto. De manera sorprendente, Colette es la única escritora
cuya concepción de la humanidad no fue ensombrecida por la experiencia de la
primera guerra. Es lo contrario de Céline. Los dos hombres que más amó eran
judíos (Schwob, Goudeker). No sintió ningún horror ante los horrores de las
trincheras, que para ella no eran peores que el sitio de París, no eran peores
que la Semana sangrienta. Lo peor era normal. Su padre, cuyo nombre masculino
tomó como si se tratara de un nombre de mujer, había sido herido en la batalla
de Melegnano, en 1859. Luego de que una bala de cañón austríaca le aplastara la
pierna, fue amputado por un cirujano de Milán, justo debajo de los testículos,
que quedaron ambos intactos. En el trimestre que siguió a su amputación, el
emperador Napoleón III lo nombró por decreto imperial recaudador de impuestos
en Saint-Sauveur-en-Puisaye. Ella escribió que nunca había sido tan feliz como
cuando se reunía con Jouvenel en el frente, multiplicando los abrazos en una
cama de hostería con el ardor incomparable de un hombre maloliente que sale del
barro de la trinchera donde estuvo enterrado todo el día y que aún está
completamente impregnado de miedo.
“El único ser al que veo completo
es el feto en vísperas de nacer, que todavía nada.”
En esta frase de Colette, que fue
bailarina nudista en el período de entreguerras, hay algo que anuncia las
danzas extrañas, también desnudas, cubiertas de cenizas, del butoh, que
siguieron a las bombas lanzadas sobre Hiroshima, sobre Nagasaki, y los siete
años de ocupación norteamericana en el territorio de las islas del Japón que
prohibían mencionarlas y llorar a sus muertos.
Fue en 1962 cuando Hijikata
degolló en público, en la penumbra de un pequeño escenario, a un gallo que
sostenía entre sus piernas desnudas.
La dependencia del origen, la
inherencia al cuerpo continente de la madre de pronto, con un golpe de cadera,
se rompe. Así es el instante natal.
Increíble danza expulsiva
(pérdida del agua) intrusiva (la intrusión del aire en el cuerpo), caída al
suelo (en la no motricidad, en la posibilidad de la muerte, en la defecación,
en el hambre), tal es el fondo de la experiencia de los hombres.
Cada uno de nosotros viene de esa
manera del mundo oscuro.
Así es el ankoku butoh, la danza
oscura que agita a los nacientes que tratan de desplazarse y de sobrevivir en
la superficie de la tierra, empujando los huesos de los muertos que los
engendraron con sus sexos aún tumefactos y vivos.
Estiran los cinco dedos de sus
manos hacia adelante en la luz lanzando gritos.
“Ankoku-butoh” quiere decir
exactamente “danza-salida-de-las-tinieblas-que-sube-a-ras-del-suelo”. Que
re-nace. Danza que intenta el renacimiento. Vida que procura renacer en el
curso de una motricidad originaria.
Al día siguiente de una explosión
estelar originaria.
Colette decía que tenía que hacer
que su cuerpo gozara todos los días, sin excepción. Que había sido así toda su
vida, sola o no, o con sus dedos, o con los labios de una amiga, o mejor aún,
según lo que ella misma aclaró, penetrada por el sexo de un hombre más joven
que ella. Colette explica esa necesidad por medio de una imagen potente: dice
que le hacía falta “gozar cada día como un prisionero prepara la evasión”.
Pascal Quignard