Casa de verano.
Tus manos
siempre encuentran en mi piel
una senda inexplorada
para zarpar con rabiosa gana
a la apetecida boca
del relámpago carnal
tus manos
saben evadir la rutina
cuando las pienso
se humedece mi memoria
e impaciente las aguardo
(Dina Posada).
siempre encuentran en mi piel
una senda inexplorada
para zarpar con rabiosa gana
a la apetecida boca
del relámpago carnal
tus manos
saben evadir la rutina
cuando las pienso
se humedece mi memoria
e impaciente las aguardo
(Dina Posada).
Acabamos de llegar a nuestra casa de verano. Las maletas todavía están sin abrir.
Apoyo mi mejilla en el cristal para pensar en él. Le imagino mirando al sauce triste frente a su ventana. Quisiera escribirle pero no se como hacerle llegar mis cartas.
Víctor me llama con cualquier pretexto, un libro que no encuentra en lo alto de la biblioteca, una sartén demasiado abajo en la cocina. Mi nieto pequeño llora, se ha caído junto a la valla. Mi hija le consuela con ternura. Juan, mi yerno, arregla las flores de la entrada.
Sola en mi cuarto pienso en él. Como antes, como siempre, prisionera a pesar del tiempo, del tiempo que no me queda, que no nos queda. Acaricio el borde del libro que me regaló, beso sus páginas. Evito el reflejo de los espejos. Evito a los otros.
Víctor me llama, un pesado mueble que quiere cambiar de sitio – ¿te parece bien ahí? -, unas tazas livianas que teme romper – ¿me ayudas? -. Y sé que no le gusta saberme sola en la habitación, ajena. Escucho la conversación de mi nieto mayor con los amigos que han venido a saludarle. Mi hija juega con el pequeño. Juan canta en el jardín. La televisión emite programas que no entiendo, habla de cosas que no me pertenecen.
Salgo al balcón para mirar pasar las nubes y sé que no son las mismas que las que dejé en el norte. Me ahogo aquí, voy a morirme de nostalgia.
Casi no he llegado y ya quiero volver.
Apoyo mi mejilla en el cristal para pensar en él. Le imagino mirando al sauce triste frente a su ventana. Quisiera escribirle pero no se como hacerle llegar mis cartas.
Víctor me llama con cualquier pretexto, un libro que no encuentra en lo alto de la biblioteca, una sartén demasiado abajo en la cocina. Mi nieto pequeño llora, se ha caído junto a la valla. Mi hija le consuela con ternura. Juan, mi yerno, arregla las flores de la entrada.
Sola en mi cuarto pienso en él. Como antes, como siempre, prisionera a pesar del tiempo, del tiempo que no me queda, que no nos queda. Acaricio el borde del libro que me regaló, beso sus páginas. Evito el reflejo de los espejos. Evito a los otros.
Víctor me llama, un pesado mueble que quiere cambiar de sitio – ¿te parece bien ahí? -, unas tazas livianas que teme romper – ¿me ayudas? -. Y sé que no le gusta saberme sola en la habitación, ajena. Escucho la conversación de mi nieto mayor con los amigos que han venido a saludarle. Mi hija juega con el pequeño. Juan canta en el jardín. La televisión emite programas que no entiendo, habla de cosas que no me pertenecen.
Salgo al balcón para mirar pasar las nubes y sé que no son las mismas que las que dejé en el norte. Me ahogo aquí, voy a morirme de nostalgia.
Casi no he llegado y ya quiero volver.
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