miércoles, 22 de diciembre de 2010

En invierno.

(John Bulloch Souter)

Esta madrugada ha entrado el invierno, con nocturnidad y alevosía, nadie se explica cómo ha sido. Como un huésped incómodo al que no hemos invitado, se quedará durante tres meses con su carga de lluvia, frío y nieve. Ya falta menos para la primavera.

Recuerdo el invierno en que conocí a Begoña.

Era dulce, diminuta, una muñeca rubia de voz suave y piel pálida, con movimientos elegantes, como una bailarina de ballet, con unos ojos que se comían el mundo a mordiscos pequeños, sobre todo con una ternura que me conmovió.

No sé cómo pudo fijarse en mí, un engreído bebedor de ron con Coca Cola que jugaba a las cartas en un garito de Campuzano, que hablaba alto y cantaba canciones de Larralde, que acababa de salir de un tormentoso idilio y que estaba roto (aunque me hubiera dejado cortar un brazo antes de reconocerlo). Tampoco sé qué hacía allí.

Me miró, le miré, dejé la partida, en la barra del bar hablamos, me desarmó, me conmovió, me sedujo con sus modales de niña buena, me domesticó y supe estar tranquilo, quitarme la máscara, abrirle mi corazón.
Paseamos hasta su casa, la de sus padres, en un lujoso piso del centro de Bilbao. Hicimos el amor en el portal, detrás de la caja del ascensor, desafiando a los posibles vecinos trasnochadores que regresasen a deshoras. Con incomodidad y frío, inventando posturas inverosímiles, como compulsivos amantes ocasionales, devorándonos en besos y caricias.

Esa fue la primera vez. Durante varios días nos hablamos y conocimos, nos amamos en lugares más discretos, más cómodos, más calientes. Abrazados, me contaba su vida, estaba de vacaciones en la casa familiar y después de Reyes debía volver a su trabajo en Madrid, a su vida.

Me confesó que tenía novio, que le maltrataba, que no podía dejarle porque era el hijo de unos íntimos amigos de la familia, que se conocían desde niños, que era un noviazgo anunciado, convenido, que él consumía substancias no recomendables y de ahí su violencia.

Me contó de su rebeldía, de su estancia en un correccional, que una de las monjas, joven, bella sin toca, se metía en su habitación y en su cama todas las noches. Que ella se sentaba junto a la ventana, con rabia, despierta, imaginando una cruel venganza que nunca se produjo. Pero el acoso duró seis meses.

Me habló de sus padres, que no le querían, que al menos ella no se sentía querida. Me relato, una tras otra, una cantidad tal de desgracias que parecía imposible que en aquel cuerpito tan bello, tan tierno, entrase tantas calamidades. En algún momento pensé que las inventaba. Seguíamos amándonos intensamente. 

Una tarde, hacía un frío de mil demonios, no vino a la cita, esperé en vano. Al día siguiente pregunté a la portera de la casa si sabía dónde estaba Begoña. Me dijo que se había vuelto a Madrid con toda la familia, que algo había ocurrido, que el piso estaba en venta. 

Lo confieso, me dejó tocado, ese fin de semana me fui a Madrid. Como un sonámbulo paseé por las calles donde me dijo solía alternar. No sabía más. No la encontré, nunca más supe de ella. Volví a Bilbao. Seguí jugando a las cartas en el garito de Campuzano, tomando ron con Coca Cola, indiferente a las miradas de las chicas rubias de piel suave, un engreído que reía, hablaba alto y tenía el corazón roto. Una historia triste, para mí, aquel fue un duro invierno.
 





Alfred Dreyfus

Militar francés (Mulhouse, Alsacia, 1859 - París, 1935). Pertenecía a una familia judía que abandonó Alsacia cuando fue anexionada por Alemania tras la Guerra Franco-Prusiana (1871). Siguió la carrera militar, adquiriendo el grado de capitán del ejército francés en 1889. Estaba destinado en el Estado Mayor cuando, en 1894, estalló el caso Dreyfus: el espionaje francés descubrió que los alemanes habían recibido documentos secretos entregados por un militar francés; una torpe investigación llegó a la conclusión de que Dreyfus era el culpable (sin más indicios que un leve parecido caligráfico). Un consejo de guerra le condenó por traición, fue expulsado del ejército y enviado de por vida al presidio de la Isla del Diablo (Guayana). 

Pero Dreyfus, que era inocente, nunca admitió las acusaciones que se le hicieron. Su familia siguió intentando probar su inocencia y poniendo de manifiesto las irregularidades del juicio (como que Dreyfus hubiera sido condenado por un informe del Servicio de Inteligencia que nunca fue comunicado a la defensa); pero tales denuncias eran descalificadas como maniobras de un grupo de presión judío que intentaba desacreditar al ejército y a las más altas instituciones de la nación. 

En 1895 cambió el jefe del servicio de Inteligencia militar y el nuevo responsable descubrió que el verdadero culpable era el mayor Esterhazy y que Dreyfus había sido víctima del antisemitismo del anterior jefe de Inteligencia. Esterhazy, protegido por los militares reaccionarios, antisemitas o corporativistas, consiguió ser declarado inocente en 1898. 

Pero la opinión pública ya se había dividido sobre este tema, enfrentándose los partidarios de revisar el caso -dreyfusards- y los de cerrarlo: en el primer bando se agrupó la izquierda de convicciones democráticas y republicanas, en defensa del Estado de derecho y de los derechos del Hombre; y en el segundo la derecha nacionalista, teñida de antisemitismo y de tendencias autoritarias, más propensa a comprender la «razón de Estado» y a defender las instituciones conservadoras frente al avance de la modernidad. 

El escritor Émile Zola y los líderes políticos Jean Jaurès (socialista) y Clemenceau (radical) encabezaron la causa de los dreyfusards a partir de la publicación en el periódico de este último (L’Aurore) de una carta abierta de Zola al presidente de la República (titulada «Yo acuso»), en la cual acusaba al tribunal que juzgó a Esterhazy de haberle declarado inocente a sabiendas de que era culpable. 

De los medios anti-dreyfusards surgió el nacionalismo integrista de Charles Maurras, que en 1898 fundó el movimiento fascista Action française. En aquel mismo año uno de los oficiales que habían participado en la manipulación de las pruebas confesó para después suicidarse y el caso fue reabierto; pero, puesto que estaba en juego el «honor» del ejército, un nuevo consejo de guerra volvió a declarar a Dreyfus culpable, aunque atenuando la pena a 10 años de cárcel (1899). Hubo de ser el presidente de la República el que le otorgara el indulto. 

Dreyfus siguió luchando por demostrar su inocencia, lo que consiguió finalmente en 1906 (ante un tribunal ordinario): fue reintegrado al Ejército con todos sus honores, para retirarse poco después (sólo volvió al servicio activo para luchar contra los alemanes durante la Primera Guerra Mundial, en 1914-18). El caso había servido de pretexto para un pulso entre el «bloque republicano» y la derecha francesa, saldado con el triunfo de los primeros, que procedieron a redefinir la Tercera República en 1902-06 en un sentido laico y progresista.


6 comments :

ybris dijo...

Evocaciones de invierno.
Gusta traerlas o inventarlas.
O por lo menos el sabor a alegría o a tristeza que nos dejan, nos dejaron o nos podrían haber dejado.

Abrazos.

Pedro M. Martínez dijo...

ybris, un porcentaje cierto (70%), otro modificado por el tiempo (10%) y el resto inventado (19,762%). El resto, no sabe no contesta.
Abrazos antes que me toque la lotería.

Elizabeth dijo...

Sigo extrañando(te). Una vez más te abrazo con renovadas fuerzas. Y felices fiestas.

El peletero dijo...

Bon Nadal, Pedro, per a tu i per a tots els teus.

gaia07 dijo...

Como la vida misma, cada vez que te roban el corazón dejas la partida. Una vez agotada la misión, vuelves a la partida. El problema real llega cuando se acaba la partida y quedan menos con los que jugarla.

Besos acogedores para este invierno.

broncobily dijo...

Una micro historia entretenida, como las pequeñas cosas de la vida en Invierno; siempre en invierno, evocadora Melancolía.

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