La Grande Guerra
Uno de los más incorruptibles axiomas de la llamada ‹Commedia all’italiana› es el tono tragicómico de los títulos suscritos a este subgénero. Con la frescura del neorrealismo, remando en paralelo (pero también con una apariencia que recurre a la ligereza) esta etiqueta se enfrentó a la realidad de la posguerra describiendo una Italia socialmente golpeada y, por eso, con el esperanzador horizonte de una reconstrucción. La gran guerra se desmarcó quizás de sus coetáneas porque abandona el confort de la modernidad y nos remonta a la acción de la Primera Guerra Mundial. Con ella, Mario Monicelli no solo compuso una epopeya antibelicista digna de decoro y de medallas (merecedora del León de Oro en el Festival de Venecia y la nominación al Óscar a la Mejor película de habla no inglesa), sino que además puso a sus personajes en el ojo del huracán, en el epicentro narrativo, exaltando sus particularidades, sus tiernos vicios e imperfecciones, y alzando su humanidad más palpable y admirable.
«He dejado a mi madre para venir a ser soldado». Este verso inicial ofrece la abertura del relato y hace manifiesto el sacrificio humano que reclama una guerra, y que veremos plasmado en la película donde acompañamos al romano Oreste Jacobacci (Alberto Sordi) y al milanés Giovanni Busacca (Vittorio Gassman) en una historia de desastres que nos traslada a las escaramuzas en el río Piave, en 1916. En medio de la calamidad, pese a todo, florece la amistad entre estos dos, y también entre el resto de colegas de la compañía. Entre batalla y batalla, juntan fuerzas para reafirmar la química y calentarse con la solidaridad entre tanta muerte. La relación fraternal de los protagonistas deja lugar para reflexionar sobre la mirada naif de quien aún no ha visto el horror. Así rufianes, bribones y gamberros (pero sobre todo supervivientes y víctimas) se enfrentan al infierno desde la inocencia, como niños jugando a ser soldados. El problema es que por muy afables que sean los ojos que la miran, la contienda continúa siendo la máxima expresión de la devastación.
La gran guerra es también una película de intervalos. Nos muestra la vida en las trincheras, la misericordia luminosa de los seres que las habitan, los tiempos de espera, las bromas, los llantos y, cómo no, el dolor de quien extraña una vida que ha dejado atrás y que, aunque vuelva, ya nunca volverá a ser como antes. Con maestría y fidelidad, Monicelli filma la barbarie con una técnica aplastante: ‹travellings› portentosos y secuencias de asaltos genuinas que se acompañan de la épica de la música de Nino Rota. También deja diálogos que no se olvidan y escenas memorables, como la de la gallina; o pasajes donde sucede la magia y la ternura, como las del intento frustrado del romance con Constantina (Silvana Mangano). El director bebe y brinda con el dolor de los camaradas y se sirve de sus recurrencias para homenajear la bravura obligada de los que perecieron en contra de su voluntad. Cínico y asqueado escupe sobre los que perpetran la destrucción desde despachos y las tiendas de campaña, alejados de los campos donde yacen los cadáveres y el sufrimiento de los que se matan sin saber exactamente por qué. Los dos personajes principales acaban alcanzado sin querer una especie de expiación, de justicia, demostrando que la bondad supera a la habilidad y la experiencia en la carrera al heroísmo. La gran guerra abraza moralmente a los que cayeron en el lodo, lejos de su casa, pese a que quisieron continuar caminando. Como exclama Jacovacci: «La patria necesita obreros, no muertos».
Escrito por Agus Izquierdo
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