María Eugenia.
Dejaba el traje y la camisa cuidadosamente plegados sobre una silla, los zapatos alineados bajo la cama y esperaba, nervioso, desnudo, que ella entrara en la penumbra de la habitación.
Mientras, miraba los libros en la mesilla de noche, los cuadros familiares, los collares y anillos sobre la cómoda, escuchaba el fluir del agua en el cuarto de baño.
Evitaba mirarme en el espejo, me sentía ridículo, además estaba engordando y mi cuerpo no era el del corredor de fondo que fui.
Por fin entraba ella, perfumada, magnífica, segura. Ven, decía, y en ese primer abrazo se abría el cielo.
Omitiré el resto.
Debí haberme dado cuenta, el coche azul aparcado al fondo de la calle, el hombre paseando a un perro blanco, el silencio a mi paso.
-María Eugenia, ¿te pagaba?
-Por supuesto.
-Pero, tú… tienes setenta años.
-Y cuantos te crees que tiene ella.
-Es cierto, sigue.
Le susurraba las palabras contenidas en las cartas de hace tanto, las que le escribí desde la lejana cárcel del amor. Eso le gustaba, también.
-Un momento…
-No, mañana seguimos, estoy cansado, lo siento, es la hora de mi medicina. Adiós, John.
-Hasta mañana.
(Y así, en los hospitales se cuentan muchas mentiras)
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