jueves, 31 de mayo de 2012

María Eugenia.



Dejaba el traje y la camisa cuidadosamente plegados sobre una silla, los zapatos alineados bajo la cama y esperaba, nervioso, desnudo, que ella entrara en la penumbra de la habitación.

Mientras, miraba los libros en la mesilla de noche, los cuadros familiares, los collares y anillos sobre la cómoda, escuchaba el fluir del agua en el cuarto de baño.

Evitaba mirarme en el espejo, me sentía ridículo, además estaba engordando y mi cuerpo no era el del corredor de fondo que fui.

Por fin entraba ella, perfumada, magnífica, segura. Ven, decía, y en ese primer abrazo se abría el cielo.

Omitiré el resto.

Debí haberme dado cuenta, el coche azul aparcado al fondo de la calle, el hombre paseando a un perro blanco, el silencio a mi paso.

-María Eugenia, ¿te pagaba?

-Por supuesto.

-Pero, tú… tienes setenta años.

-Y cuantos te crees que tiene ella.


-Es cierto, sigue.

Le susurraba las palabras contenidas en las cartas de hace tanto, las que le escribí desde la lejana cárcel del amor. Eso le gustaba, también.

-Un momento…

-No, mañana seguimos, estoy cansado, lo siento, es la hora de mi medicina. Adiós, John.

-Hasta mañana.

(Y así, en los hospitales se cuentan muchas mentiras)



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