Cenicienta.
Aquella primera vez Cenicienta se marchó del baile cuando sonaban las doce. Su hada madrina le había dado precisas instrucciones sobre eso. Abandonó el palacio con el temor de la decepción. Después, de vuelta a casa, cuando comprobó que sus vestidos seguían relucientes, la ostentosa carroza reposaba en el jardín y los lacayos zascandileaban por la cocina o los cuartos de abajo, se tranquilizó e incluso se permitió canturrear, tan contenta estaba.
El príncipe, entusiasmado desde aquella ocasión, no dejó de invitarla a cuantas fiestas se preparaban en la corte. Así, Cenicienta asistió a la recepción por Primavera, a la verbena del Verano, al baile de la Vendimia, a la solemne cena de Navidad y en todos estos festejos brilló y fue muy feliz sintiéndose agasajada por el príncipe que la colmaba de atenciones y detalles.
Y el tiempo pasó, tal parecía que aquella felicidad sería perpetua, que nada ni nadie iba a cambiar la emoción cuando comenzaba a sonar la música y se abrazaban en secreto en el balcón que daba al río o cuando se besaban detrás de las cortinas al abrigo de las miradas indiscretas.
Solo la sombra del reloj enturbiaba aquellos días magníficos. Y es que al aproximarse la medianoche Cenicienta cambiaba de color, se retorcía las manos con nerviosismo y miraba su reflejo en los espejos temiendo que su lujoso traje se convirtiera en el modesto vestido que usara antes que su hada madrina fuera tan generosa al terminar con su monotonía, con los días grises y largos, con su vida entre fogones. Alguna noche intentó salir a toda prisa del concurrido salón donde todos daban vueltas con la música de valses. Si no lo hizo fue porque el príncipe, que estaba enamorado de ella como solo se enamoran los príncipes, le tomó de la mano cuando comenzaba a pisar la inmensa escalinata y con dulces palabras le llevó entre chanzas y risas al lugar que le correspondía, el centro de la fiesta.
Pero los cuentos son solo cuentos y los escriben aquellos que sueñan y se engañan. Se celebraba la despedida del embajador de Francia y todo el palacio estaba engalanado con banderas tricolores; candelabros sostenidos por fornidos criados envueltos en lujosas casacas amarillas llenaban de luz el pabellón del jardín preparado para albergar a los invitados; pámpanos de oro colgaban de las columnas; las fuentes manaban vino y moscatel. Cenicienta acudió radiante, un ajustado traje de terciopelo negro marcaba su figura adolescente, el cabello recogido en un delicado moño hacía destacar la belleza de su sonriente cara. El príncipe la miraba arrobado y solícito. Aquella noche bailó y bailó y parecía que nunca iba a terminar su dicha. Pero cuando dieron las once se inquietó y un murmullo de bajamar le silbaba en el interior del pecho. Fue una hora atroz, los más negros pensamientos le vendaban los ojos, le empujaban haciéndole confundirse en los pasos, tropezar en las vueltas. Cuando el reloj dio la primera campanada de las doce no pudo soportarlo más y eludiendo las manos del príncipe huyó a toda prisa, saltando de escalón en escalón. A cada salto su ropa perdía brillo y al llegar al jardín volvió a estar vestida con un humilde sayo, la carroza se había convertido en una calabaza y dos ratoncillos chocaban entre sí, aturdidos. Cenicienta huyó llorando, se internó en un bosque cercano y desapareció para siempre de la vida del atribulado príncipe.
Los años pasaron y aunque las fiestas y bailes en palacio continuaron, jamás volvieron a recobrar el esplendor de aquellos en los que Cenicienta dejaba su estilo y alegría.
Por cierto, para los curiosos, Cenicienta se trasladó a Portugal donde ganó varios premios en diversos certámenes sobre recuperación de cenizas en cocinas de leña, siendo agasajada por expertos de todos los países. En la actualidad está jubilada y vive en la residencia Charenton.
¿Y el príncipe? Ay, el desdichado príncipe dejó la corte, abandonó el reino y nunca jamás regresó. Hay quién dice que le ha visto aquí y allá, acompañado del chambelán de la corte, pero nadie ha presentado pruebas. Solo una, dudosa, su fotografía en un conocido club sadomasoquista de Nueva York. Las agencias del periodismo rosa siguen buscándolo.
Cada día son más increíbles los cuentos de hadas.
Como siempre las comadres aciertan.