Hay a quien se le hace duro.
El truco consiste en mirar las cosas fríamente:
sentarse allí, en la silla, con la misma tranquilidad
con que uno lo haría en la peluquería,
con la única preocupación de si le cortarán
demasiado el flequillo o le arreglarán bien las patillas.
Inspeccionar con ojo clínico de trapero
aquel aparato lleno de correas: un electrodoméstico más.
Como si la silla fuese un congelador que ralentiza
fotogramas desperdiciados en amor y rencores
que te sobrevivirán en los cerebros de quienes te recuerden.
O mejor aún: mirar la silla,
observarla como si se tratase de un trono
del otro lado del espejo, o mejor, de una simple
lavadora. Eso es: quedémonos con la lavadora.
Mirarla como si se tratase de un aparato ensalivador
que masca tus camisas hasta darles el aroma del limón
y hace girar la ropa sucia de tu vida,
ropa que tú mismo has apelmazado y metido dentro.
Te conducen a ella, te invitan a sentarte,
atan las correas y te dan una última oportunidad
para decir algo:
quizá te dé por pedir un cómic de Hugo Pratt
mientras aguardas el desenlace.
Puede que te dejen fumar un último pitillo
(depende del día, las normas son las normas).
Nunca más deberás tender la ropa,
adiós al fatigoso incordio de coladas que gotean.
Todo ha acabado para ti. Y todo, esa palabra,
se te antoja un par de vaqueros aún no gastados,
cuando la silla eléctrica comienza a centrifugar.
El tiempo justo de preguntarte: -¿Quién vestirá mis ropas?
La furgoneta de los traperos ha alcanzado una curva
y bailan por última vez
las camisas del condenado.
Un viejo de lacia melena
introduce monedas en la secadora
mientras chupa la corteza de un limón
y sigue como si nada.
HARKAITZ CANO
(Poema incluido en el libro "Alguien anda en la escalera de incendios")
Los riñones, me dolían los riñones.
Esto, que puede parecer normal, para mí no lo era, ya que nunca me dolía nada.
Creo que fue un aviso, una premonición, aquella noche tenía que haberme quedado en la cama. En la mía. Pero no, impulsado por lo de siempre salí a las calles para ver como se caía el mundo.
Y el mundo se caía, a trozos. Llovían cornisas de los rascacielos, de las casas de huéspedes no deseados. Caminando bajo los alfeizares sorteé a hombres con cabeza de perro o de hiena. Ladraban, sí, pero era de puro miedo, de ansiedad por dormir solos bajo los puentes. Algunos orinaban por las esquinas, muchos rebuscaban en los contenedores de basura, unos mordían las farolas.
En la Gran Avenida encontré a una María del Carmen Victoria con apariencia de gallina. Dentro de un inmenso abrigo de visón sobresalía su cabeza bajo una aparatosa permanente azul. Se generalizaba la tendencia de ocultar las evidencias, asesinar la belleza, disfrazar el efímero paso de la juventud. En otro siglo esta mujer fue bella.
Después los hombres perros/hienas se convirtieron en lobos rabiosos y las gallinas eran el último mohicano. Las calles se llenaron de ríos que arrastraban la basura del día. Un demonio de cuernos afilados controlaba el tráfico en el bulevar. Dada mi situación de paro indefinido me dirigí a él para solicitarle un empleo de cuarta Furia. Me miró de arriba abajo y aquí me llega la noticia de que
me voy a Lanzarote. Cuento suspendido, fragmento de la imaginación, relato truncado, frío blanco, no hay perdida, ha sido un alivio, no sabía cómo continuar, tiempo exhausto, necesito sol, contraste, pasar miedo en las alturas de aviones bamboleantes, frío blanco entre el frío blanco de las nubes, creer en la diversidad, tumbarme y ver pasar la luz por la ventana, bañarme en mares templados, meter los dedos en otros platos calientes, alejarme de lo rutinario, las mismas caras, voces, luces y sombras. Además así doy descanso a los peregrinos de esta página, pobres, leyendo mis incoherencias, la herencia de recuerdos disfrazados de pastores tocando la flauta en un cerro. Excepto escucharla nunca se me ha dado bien la música, desafino. Por eso soy el pastor, el aprisco, el perro que lo guarda, las ovejas, Don Quijote embistiéndolas con su lanza, el que pinta dragones en sus libros de caballería y el lector que se sienta a tu lado. Además me estaba obsesionando con Megera. Su sombra me persigue, la he visto a menudo cuando volvía del puerto, he escuchado su risa, he visto el brillo de su espada vengadora. También Alecto me persigue a veces. Y confundo la Tisífone que castiga con la que fue vendida como esclava. Por eso voy a Playa Blanca, también, para buscar nuevas historias que contar aquí, las de ahora son peligrosas. Ya sentenciaba la abuela de J. “de lo que habla el corazón escribe la pluma”. Y a falta de pluma y pelo me atuso los bigotes y camino por los aires sin pensar en el regreso. Siempre se vuelve.
En ocasiones me planteo qué hago en esta página, porqué dejo tanto trabajo, tanto esfuerzo. Luego leo un comentario, cualquiera, al azar, y tarareo con los Beach Boys aquello de I'm pickin' up good vibrations, she's givin' me the excitations. Algo pasa, que soy de Bilbao y en vez de sacar pecho como un armador griego despechado me recojo y sigo, sin levantar la cabeza, con una humildad que jamás he tenido, pasando incluso por un espejo roto. Creo que son los riñones, que me duelen. Esto, que puede parecer normal, para mí no lo es, ya que nunca me duele nada. Creo que es una constatación, para quedarme en mi cama, solo, como siempre -la soledad como concepto-, ignorando qué ocurre más allá de mi aquí. Y aquí se cae el mundo.
Por eso salgo a las calles sorteando los pedazos de alma que se estrellan a mi alrededor como cebollas podridas, como grandes frutos tropicales, rojos, maduros, malolientes, desprendiéndose del árbol del bien y del mal. Esquivo a los hombres hipopótamo y a las mujeres pantera, sin permanente. Me evito a mí mismo y a mi jaula. La soledad es una opción de porcentaje variable, incómodo, escribir es el recurso de mi impotencia –la impotencia como concepto- y todas las mujeres que se llaman Isabel son rubias, dulces y sonríen en un ventanal desde el que se ve a partes iguales el mar y las tormentas, la tristeza del otoño y el sol de agosto, peces voladores y un perro negro que ladra a los visitantes nocturnos.
En esta parte del olvido, una parcela sin preguntas, un reino sin fronteras, estamos sin estar, somos sin ser. Las viejas vírgenes elogian a partes iguales la castidad y la importancia de la ignorancia. Dejan simientes de alegría y estudian farragosos tratados sobre su naufragio. Sin saberlo siguen la senda de Knut Hamsun, s
u resignación melancólica relacionada con la pérdida de la juventud. Las miro sintiéndome al otro lado del mundo. No me identifico como de la misma especie. Soy un vegetal, ese brote verde a los pies del volcán en la mitad de
Lanzarote, allí donde si todo ha ido bien estaré ahora que tú lees, con paciencia de penitente, esta mezcla de vaya usted a saber y mi pecho de cristal. Pues eso, digamos que esta es la urdimbre, el resto lo iré incrustando. Hasta la vuelta.
En la mitología griega, Alecto (en griego antiguo Ἀληκτώ, ‘implacable’) es una de las Erinias (o Furias de la mitología romana), hermana de Tisífone (la vengadora del asesinato) y de Megera (la celosa).
Según Hesíodo, era hija de Gea (la Tierra) fertilizada por la sangre derramada por Urano (el Cielo) cuando fue castrado por Crono.
Alecto es la Erinia encargada de castigar los delitos morales (tales como la cólera, la ira, la soberbia, etcétera), sobre todo si son delitos contra los mismos hombres. Su función es muy parecida a la de Némesis, con la diferencia que esta última castiga los delitos morales contra los dioses.
Megera (idioma griego: Μεγαιρα, significado: «La de los celos» o «La celosa»). Según la mitología griega es una de las tres Erinias, diosas infernales del castigo y la venganza divina. Se considera que Megera es la más terrible de las tres Erinias, pues es ella es la encargada de castigar todos aquellos delitos que se cometen contra la institución del matrimonio, especialmente los de la Infidelidad.
Tisífone era la Erinia encargada de castigar los delitos cometidos por asesinato: parricidio, fratricidio y homicidio.
Un mito cuenta que Tisífone se enamoró de Citerón, y terminó provocando su muerte por mordedura de serpiente, concretamente de una de su cabeza.
Knut Hamsun (1859-1952), a quién se conoció a raíz de su obra Sult (hambre), una novela autobiográfica que marca el comienzo del neo-romanticismo en Noruega, recibió el premio Nobel en 1920 por su obra Markens Grøde ( el crecimiento de la tierra) publicada en 1917. El trabajo de Hamsun se encuentra marcado por una profunda animadversión a la civilización y a la creencia de que la única realización del hombre reside en la tierra. Este primitivismo (y por tanto esta falta de confianza por todo lo moderno) llega a su mayor exponente en la obra Markens Grøde, considerada como su obra maestra. Sus primeros trabajos se centran en un desterrado, una figura vagabunda que se opone violentamente a la civilización. Durante su periodo intermedio la agresividad de Hamsun da paso a una resignación melancólica relacionada con la pérdida de la juventud. El trabajo de Knut Hamsun, que escribió más de cuarenta libros, algunos de los cuales son considerados como clásicos, se contempla como uno de los más importantes de la literatura noruega y mantiene su vigencia, ya que hoy en día sigue siendo uno de los autores de ficción más traducidos.