miércoles, 28 de mayo de 2025

El Guerrero del Antifaz

 

 


 La sombra que se agita bajo el antifaz

Cuando uno crece entre polvo, viñetas y tardes que huelen a papel amarillento, aprende que la historia de España también se escribe en tebeos. Y que a veces, la infancia no tiene rostro: tiene antifaz. El Guerrero del Antifaz no fue solo un héroe de capa y cimitarra. Fue una figura de erotismo ascético, un cruzado con gesto de mártir y brazos de estibador, que nos enseñó —sin saberlo— que el bien y el mal podían caber en una sola viñeta, y que el deseo también podía dibujarse con tinta negra.

Ese guerrero, más árabe que cristiano, más culpable que justo, no venía a salvarnos de nada: venía a encarnarse en lo que no entendíamos aún. No era el Capitán Trueno, tan boy scout, ni Roberto Alcázar, tan policía de sacristía. El Guerrero era otra cosa. Algo más turbio. Más denso. Un hombre cuya cara nunca terminábamos de ver. Y ese misterio —esa zona ciega del rostro— era su fuerza.

Con su media luna al pecho, su verbo bíblico y esa forma de repartir estopa como quien ora, el Guerrero del Antifaz era la versión ibérica de Batman en caftán. Un personaje manchado desde su origen —hijo de un musulmán y convertido a cristiano por trauma— que cargaba su espada como quien arrastra un pecado. Los niños lo leíamos sin saber nada de colonialismo, de cruzadas ni de propaganda moral. Solo veíamos en él la posibilidad de ser otros: más valientes, más oscuros, más bellos.

Porque había belleza, sí. En su perfil de estatua antigua, en sus enemigos con turbante de lentejuelas, en sus músculos sin sombra. Era el cuerpo antes del cuerpo: una forma de anticipar lo que vendría cuando el cuerpo nos doliera. Y por eso lo amábamos. Por su gesto solemne, su castidad sudorosa, su silencio tan parecido al de los adultos cuando no querían responder. El antifaz no ocultaba: insinuaba.

Decían que era franquista. Tal vez lo fuera. Como todo lo que se dibujó en tinta barata y se vendió a duro y medio en los kioscos donde las señoras aún compraban lejía por litros. Pero sería mezquino leerlo solo desde ahí. Porque El Guerrero del Antifaz fue muchas cosas antes de ser ideología. Fue símbolo. Fue mito menor. Fue un modelo masculino alternativo: no el chulo, no el sabiondo, no el sabelotodo. Sino el herido. El penitente. El que, aun siendo invencible, parecía siempre a punto de perder.

Releerlo hoy, entre fanzines gourmet y novelas gráficas que se creen Proust, tiene algo de sacrilegio y de milagro. Porque sus líneas no aguantan el análisis, pero sí el recuerdo. Y su trazo no busca la precisión, sino la vibración. En sus viñetas no había matices, había destino. El dibujo era plano, pero el impacto profundo. Como una espada de madera que, sin embargo, corta.

Tal vez por eso aún nos habita. Porque el Guerrero no fue moderno, pero fue intenso. No fue irónico, pero fue honesto. Y sobre todo, porque fue el primero que nos enseñó que hay gestos que no necesitan rostro para ser eternos. Basta un antifaz. Y un silencio lleno de sombra.

Juan Francisco Fernández Domínguez 

 

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