Valzhyna Mort
PARA INGEBORG BACHMANN EN ROMA
No eres la última mujer.
No eres la última mujer que ardió en Roma, Ingeborg.
Bajo las altas frentes de los apartamentos, lejos de los [caminos trillados
todo es lustroso: los muebles de madera, la vajilla de [plata, los dientes, el pasado.
Después de tres baños al día, después de cuarenta años de exponer tus pulmones a los libros abiertos,
estás cubierta de vendas.
Ingeborg en coma, cubierta de vendajes blancos; Ingeborg
es una novia vestida de princesa digna de aquel poeta que quemaron,
Giordano Bruno.
Estirada bocarriba en el balcón de via Giulia,
¿sabías que hay balcones donde nadie puede estirarse, donde tienes que caminar de puntillas, con cuidado, entre tarros
de setas en conserva, sacos
de patatas,
garrafas de compota? Donde el lenguaje
es un perro atado a una cadena de palabras férreas
donde el castigo
son cien latigazos de silencio.
Son lúgubres los edificios de apartamentos. Ingeborg,
¿sabrán
que dentro de ellos la gente muere y llora?
Por la noche, cuando las últimas mujeres llegan a su casa
con las bolsas de la compra en la vena basílica como si
acabaran de cargar su sangre,
mujeres que sopesan el valor de las cosas
con sus cejas
y que conocen el mejor abrillantador para cualquier superficie dañada,
los sonidos de las cosas ocupan la ciudad de los hombres: la puerta de un coche se cierra de golpe, las botellas repican en los contenedores de vidrio,
las basílicas hacen tintinear las velas como cocinas de restaurantes.
Después de tres baños al día, Ingeborg, después de horas estirada boca arriba en el balcón,
después de cuarenta años de sostener los libros contra tus pulmones,
todavía hueles a Austria. Tu pelo liso
cae como las monedas en una máquina de cambio.
Los libros disecados por todo el apartamento fracasan en su papel
de ambientadores,
Ingeborg.
La bilis amarilla
de Western Union en las calles oscuras, la luz macilenta de los tranvías nocturnos
bajo las altas frentes de apartamentos lustrosos,
lúgubres como si supieran, como si pudieran oler.
Deja de oler el pasado, Ingeborg.
Mientras el azote del silencio crece, el lenguaje se pliega en su cola.
Y allá va:
la espada flamíguera de una farola, Adán subiendo a un tren,
Eva mordiéndose los codos.
En el Paraíso hay un árbol que carga con los codos mordisqueados de Eva, Ingeborg.
Tumbada boca arriba en el balcón acojo estas palabras con mis dientes,
observando tu Roma.
La nuestra es una historia en la que cada diente lleva su corona.
El silencio nos desangra hasta el lenguaje. El silencio nos arranca el lenguaje.
Alaba tu silencio, Ingeborg, tu hueco en la pared.
Alaba los apartamentos lustrosos, los huertos, los codos mordisqueados.
Y el silencio.
***
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