viernes, 22 de mayo de 2020

Steven Onoja



En sus viajes anteriores, interiores, escribía desde el fondo de mi corazón, sacando todo el amor, contándole lo que ocurría aquí cuando no estaba. Me refiero dentro, me refiero fuera.

En este viaje ruso escribo desde no sé dónde, apenas sé ya a quién, mucho menos sabiendo el porqué de mi obstinación. Siento en esta reiteración que mis palabras se aglomeran desde el borde de un sentimiento sin forma, borroso, algo así como una nube de tormenta, cargada de electricidad. Aunque ya todo es una nube, no hay cielo, solo esa informe masa negra. Está detrás–me dicen algunos. Mienten- les digo yo-.

No tengo ninguna duda del recuerdo constante, de su presencia en mí, ya se haya convertido en ideal, imposible, quimera, nostalgia, sueño, pesadilla, afán o manera de llenar mis vacíos. No tengo ninguna duda sobre mi amor, bien sea por ella, bien por mi necesidad de amar lo imposible.

Tengo otras dudas. Las dejo ahí, tendidas. Llevan tanto tiempo tendidas que parecen melocotones con manchas marrones, peces boqueando sobre las tablas del embarcadero, limones de piel arrugada, un elefante sin trompa del zoo de Jerez. André Gide definía la melancolía como un fervor caído. Escribo esto bajo el olivo, con un fuerte sol de mayo que  está bronceando mis piernas duras, las que se esfuerzan por subir a Artxanda cada día, con los músculos excitados, plenitud, virilitas, zancadas de alguien que no se quiere parar, que no se deja vencer por el bostezo de amaneceres y despedidas, de rutinarios paseos por los mismos caminos, por la edad, senectus.

Desde el mezzo del cammin han apagado la luz.

No sé si volverá.

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