Sencillez
Bert Hardy, Seaside Leisure, Southend, 1951.
Una
red de miradas, la poesía nace en los ojos del que lee, no antes, miro los
labios de Teresa Salgueiro que se mueven en un Youtube interminable y mudo, la
sombra del anciano Ginger Baker toca la batería en un Albert Hall diferente al que
visité del brazo de Roxana, cementerio de perros en Hyde Park, cuarto de hotel
con ventanales a un patio oscuro, desde allí vimos morir tres estrellas y
seguimos indiferentes, ir y venir por el carril con una inmensa maleta marrón,
flores de papel que parecían de papel, que limpiaba platos y comía, que nos
amábamos con atropellada dulzura y no tenía nada que ver con rayuelas
parisinas, con grupos de amantes del jazz, de lo oculto, paraguas abiertos en
el rellano y vecinos hindúes, cartas con sellos de colores y cuerpos revueltos
en el sofá de terciopelo, fotografía desde el techo, bruma de madrugada y
policía rondando los portales, airados taxistas negros de coches negros, que
pensaba que amar era una continua caricia, sin pausas, sin reciprocidad, unidireccional,
sin recibir, la ternura para quien la trabaja, números oscilantes, acumulación
de nombres, autobuses rojos a ninguna parte interesante, barrios desiertos,
miedo en los callejones, botellas de leche en los quicios, guitarristas en el
metro, el hombre orquesta, vendedores de alfombras y postales del ochocientos,
recuerdos de mañana y nostalgia del futuro, movimiento circular desde la
diáfana sencillez de amar su cuerpo tibio en las madrugadas cuando volvía de su
trabajo de langostas humeantes, el patio de butacas de un antiguo teatro
convertido en restaurante, ella rumbosa con su inglés acento San Ignacio,
misericordia de haber entrado en su templo como un espía aturdido, turbado por
los ruidos en las habitaciones de al lado, provinciano de un Bilbao que no era
ombligo de nada y nardos en los altares, Lucifer sentado a
la derecha y vasos sagrados con ginebra en las rocas, ay, heridas de querer la
gloria, desear el infierno y vivir en el limbo, serpientes de lujuria y
celosías ocultando clausuras, fajas ortopédicas, batalla de manos junto a la
cabina del avión y para cuando despegamos se habían ido los pasajeros, las
maletas se habían perdido y el aeropuerto estaba cerrado hasta nuevo aviso, que
me corté los dedos con las botellas rotas del borde de la tapia, que me llené
de remordimientos para los próximos años- aún me duran- y con largas embestidas
humilladas los días transcurren y nos comemos octubre - tú que lees ¿no es
cierto?- sin vender una escoba que se dice, que me faltan días para colgar
historias que me invento a falta de las que viví, vivo, en el tedio, justo
desde donde no se puede contar otra cosa que el bostezo, el hartazgo, la nada
rutinaria, ya te digo, movimiento circular desde la diáfana sencillez de amar.
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