Te miro, luego existo: el amor en la era de la visibilidad obligatoria
Hubo un tiempo en que amar
era arriesgar el silencio. Ahora, amar es producir señal. Se ha desplazado el
centro de gravedad del deseo: ya no buscamos ser amados, sino vistos. Y no por
cualquiera, sino por ese otro que, al mirarnos, nos confirma. Hemos sustituido
el temblor del vínculo por la métrica de la atención. El amor ha dejado de ser
acontecimiento íntimo para volverse algoritmo afectivo.
Todo ocurre en la superficie,
como si el espesor nos diera miedo. Se ama como se postea: en vertical, con
filtros, buscando un tipo concreto de reacción. Las miradas ya no se cruzan: se
proyectan. Se compite por un lugar en la retina ajena, por ese gesto invisible
—un clic, un like, una respuesta— que opera como acto de
reconocimiento. Nadie quiere el secreto: quiere el eco. Y la prueba del afecto
es su visibilidad.
La gramática del deseo ha
cambiado. Lo cursi ya no es decir “te quiero”, sino “te he visto”. La
declaración amorosa se ha vuelto estadística: número de visualizaciones,
porcentaje de interacción, ritmo de respuesta. Cada mensaje enviado es una
sonda de autoestima lanzada al vacío. Queremos amor, sí, pero antes queremos
vernos reflejados. Como Narciso, pero sin agua: ahora el espejo es la pantalla.
Esta transformación no es
simplemente tecnológica: es simbólica. La imagen ha vencido al cuerpo. Como
advirtió John Berger, “ver precede a nombrar”, pero ahora ver suplanta. Ya no
deseamos al otro: deseamos ser deseados por él. No por su piel, sino por su
capacidad de devolvernos una imagen afinada de nosotros mismos. El yo se
construye como proyección, y el otro como pantalla. El amor ya no se ofrece: se
emite.
El cine, siempre oráculo
inadvertido, lo supo antes. En La ventana indiscreta, Hitchcock nos
muestra a un hombre inmóvil que desea desde la distancia, con prismáticos, sin
tocar. El amor como vigilancia, como intrusión sin cuerpo. Décadas más
tarde, Her de Spike Jonze actualizaría la herida: el amante ya
no es mirón, sino interlocutor de un sistema que lo conoce más que cualquier
humano. El cuerpo ha desaparecido; la emoción se sostiene en pura interfaz.
Byung-Chul Han ha descrito este
fenómeno como el tránsito de la negatividad del deseo hacia la positividad de
la exposición. Ya no hay espera, ni distancia, ni secreto. Todo debe mostrarse.
Todo se mide. Y el amor —ese lenguaje anterior a todo sistema— empieza a hablar
en términos de eficiencia. La vulnerabilidad, que antes era el corazón del
vínculo, se convierte en espectáculo o en disonancia.
Pero ¿qué ocurre con lo que no se
puede mostrar? ¿Con lo que no genera interacción? ¿Dónde queda el temblor, el
deseo que se resiste al lenguaje, la emoción que no cabe en 15 segundos de
historia? El amor, para existir, necesita el derecho a lo no visto. El derecho
al margen. A amar sin testigos. A estar sin emitir señal.
Tal vez allí —en la oscuridad
simbólica, en la grieta del flujo— siga ocurriendo algo parecido al amor. Tal
vez, entre dos cuerpos que no se fotografían, persista un pacto que no necesita
iconos ni afirmaciones. Un roce de voces, un silencio compartido, un mirar sin
pedir retorno.
El amor verdadero —si aún existe—
no será el que acumule atención, sino el que resista la lógica del rendimiento.
No el que se muestra, sino el que se deja ser. No el que grita “mírame”, sino
el que, en un rincón sin conexión, aún susurra: “Estoy”.
Referencias
Barthes, R. (2009). Fragmentos
de un discurso amoroso. Siglo XXI Editores.
Baudrillard, J. (1991). La
transparencia del mal. Anagrama.
Berger, J. (2000). Modos
de ver. Gustavo Gili.
Han, B.-C. (2014). La
sociedad de la transparencia. Herder.
Han, B.-C. (2015). La
agonía del Eros. Herder.
Hitchcock, A. (Director).
(1954). La ventana indiscreta [Película]. Paramount Pictures.
Jonze, S. (Director).
(2013). Her [Película]. Annapurna Pictures.
Turkle, S. (2017). En
defensa de la conversación: El poder del diálogo en la era digital. Ático
de los Libros.
Tomado de: https://transitosysaqueos.com/te-miro-luego-existo-el-amor-en-la-era-de-la-visibilidad-obligatoria/