Lo sé, no se puede sufrir tanto
como he sufrido por él. También sé ahora que ya no importa, que no somos los
mismos, que nunca hemos sido nada excepto una broma en las cenas, cuando se
escarba en los pasados imposibles como un minero expuesto al grisú. Aun así me
arriesgo, tanto, me acerco sin remedio, como una rejoneadora enajenada, de
forma inconsciente, sin pudor, sin pensarlo casi, con una repetida sinceridad
al pedir, al abrir mi corazón, al quedar expuesta todavía a la burla de su
incomprensión, a su compasión, a quién sabe qué sentimiento, seguro que
contrario al que quiero buscar.
No sé qué quiero buscar, no sé
qué fuerza me hace dar vueltas al redondel, no sé por qué me empeño en querer
verle, en equivocarme así. Me paro, pienso que tengo la edad suficiente para
saber lo que debo y lo que no debo hacer. Es un intento inútil, pienso, pero las normas no existen, los límites siempre
están más lejos y aquella carta de despedida la he leído tantas veces que las
letras están borrosas, lo que dicen me redime, lo que no dicen me llena de
sueños y saber cuándo la escribió me devuelve a la realidad, que es aplastante,
demoledora, está el aquí y el ahora y vivir no es escribir y todo esto no es
más que un absurdo que no lleva a ninguna parte excepto a disturbarme, a
perturbarme, a que me mire a mí misma como al bicho raro que siempre he sido,
un saltamontes con falda, una bestia parda sumergida en un arroyo de alcohol
para evitar los mosquitos de las dudas.
Cuando advierto todo esto me paro, me leo, muevo la cabeza, me compadezco de quién soy y decido si colgaré estas historias. Pero yo sé que sí porque en estos oscuros días de invierno estoy muy triste y tengo la lengua muy larga, el corazón muy grande y eso que llaman amor ni siquiera sé si es esto o si sólo es una locura, una invención que dura demasiado tiempo, toda mi vida.
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