Qingming
Frente a su registradora, mi padre mantenía un bolígrafo
detrás de la oreja para vales y cheques cobrados.
¿Cómo llaman a ese espacio?
Arroyo y peineta, pistolera y pequeño
florero; su broche a veces una pinza
para un cigarrillo, esos cigarrillos sueltos que Eric Garner
presuntamente vendía en una esquina afuera de una tienda
como la de mi papá, por fuera de los paquetes duros
y blandos gravados por el estado que yo de niño mantenía
surtidos en su vitrina, sus hileras en columnas un ábaco
encima de nosotros. Visito la tumba de mi papá
en su hilera de granito de sepulcros de tenderos
que dicen Harlins, que dicen Garner, que dicen Floyd,
demostrando respeto con dumplings envueltos en papel de aluminio
en el humo espectral de la quema de dinero para los espíritus,
esos billetes de veinte que mi papá miraba a contraluz
buscando la marca transparente, a pesar de la falsificación
de nuestro nombre en el papel, su papel picado
y vales, su empleo secundario y sus embelecos.
Las esquinas son espacios con ángulos, espacios
con aristas. Recuerdo a mi padre cascorvo
detrás de su escoba-rastrillo o recostándose
a una plataforma rodante de Modelo & Mickeys para mover
las hileras de la tienda, para surtir la alacena fría.
Aunque aún no lo sabía, estaba aprendiendo
el papel con todos sus nombres: la pasta de papel y la lechada
de las sílabas, cómo guardan silencio, incluso
cuando las pronunciamos. Preferible oír encender una cerilla
y el raspado de un tiquete, mientras barro lo abstruso,
las fricativas de esos caracteres cincelados
que mi papá no podía leer, salvo ese pergamino en la piedra
como los recibos de su registradora. Preferible escuchar
dentro de esos espacios innombrables que conjuran a nuestros
difuntos, que nos piden que hagamos algo más que afligirnos.
detrás de la oreja para vales y cheques cobrados.
¿Cómo llaman a ese espacio?
Arroyo y peineta, pistolera y pequeño
florero; su broche a veces una pinza
para un cigarrillo, esos cigarrillos sueltos que Eric Garner
presuntamente vendía en una esquina afuera de una tienda
como la de mi papá, por fuera de los paquetes duros
y blandos gravados por el estado que yo de niño mantenía
surtidos en su vitrina, sus hileras en columnas un ábaco
encima de nosotros. Visito la tumba de mi papá
en su hilera de granito de sepulcros de tenderos
que dicen Harlins, que dicen Garner, que dicen Floyd,
demostrando respeto con dumplings envueltos en papel de aluminio
en el humo espectral de la quema de dinero para los espíritus,
esos billetes de veinte que mi papá miraba a contraluz
buscando la marca transparente, a pesar de la falsificación
de nuestro nombre en el papel, su papel picado
y vales, su empleo secundario y sus embelecos.
Las esquinas son espacios con ángulos, espacios
con aristas. Recuerdo a mi padre cascorvo
detrás de su escoba-rastrillo o recostándose
a una plataforma rodante de Modelo & Mickeys para mover
las hileras de la tienda, para surtir la alacena fría.
Aunque aún no lo sabía, estaba aprendiendo
el papel con todos sus nombres: la pasta de papel y la lechada
de las sílabas, cómo guardan silencio, incluso
cuando las pronunciamos. Preferible oír encender una cerilla
y el raspado de un tiquete, mientras barro lo abstruso,
las fricativas de esos caracteres cincelados
que mi papá no podía leer, salvo ese pergamino en la piedra
como los recibos de su registradora. Preferible escuchar
dentro de esos espacios innombrables que conjuran a nuestros
difuntos, que nos piden que hagamos algo más que afligirnos.
Brandon Som
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