Para
ser escritor hay que escribir, sin cesar, como un alucinado monje zurdo,
contar, no importa qué, ni cómo, el caso es escribir, alimentar el hircocervo,
esparcir grano, mantener la impostura de ser quién no eres, al menos no eres
como eres, o sí, cubrir el rostro de ella con un pañuelo para no besar los
labios que otro haya besado, ya, que cuando vi su cama no pude contener el
escalofrío de imaginarla en brazos de su marido, sus suspiros, las palabras que
a mí también me decía, después, o en días alternos, locura de enamorarse de
quién no se debe, enajenación de pubis, insistencia en el error, caminar por el
lado oscuro de la calle, el hueco entre mis sábanas, la ausencia de aquella con
quién las compartía, ausencia más ausencia es igual a soledad, palabras de alquitrán,
palabras enemigas que no me socorren, hacer la maleta y huir, la luna se
reflejaba en su piel y ella dormía con las ventanas abiertas mientras yo
siempre las he cerrado, discrepancias mínimas que fueron creciendo, dulce
contra salado, chocolate contra pepinillos (en vinagre), sentido del humor
contra un amor que se fue diluyendo cuando consumimos las posturas, una tras
otra, intentamos invitar a terceros a nuestra cama pero unos eran feos y otras
ansiosas, aquel tenía un lunar en la mejilla y a esa le gustaba más ella que un
servidor que servía lo mismo para un roto que para un descosido pero que cuando
se comió el primer ventrílocuo estuvo digiriéndolo tres semanas, como una boa
constrictor, asimilando eso de hablar con las tripas, simular que el bajito era
el que decía lo que tú sentías, meterle la mano entre la ropa y mover sus
labios, los tuyos en realidad, ser otro y tú, demasiado complicado eso de ser
uno mismo y hasta aquí puedo leer.
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