lunes, 6 de enero de 2020

Sandra



Sandra. Ayer me acosté temprano. Tenía frío aunque el brasero estaba bien cargado. Y quizá por el frío o por el brasero me acosté temprano. En los pueblos, como debes saber, la gente se acuesta casi con las gallinas. Y yo voy entrando en ese hábito. No del todo, porque la lectura o la radio o la divagación del pensamiento o un disco en el tocadiscos me aplazan el sueño para más tarde. Pero ayer me atacó pronto y me fuí a la cama. Deolinda siempre me mete entre las sábanas una botella de agua caliente. Tengo dos, una de barro y otra de cinc. Con la de barro me quemo menos los pies cuando la toco. Pero envuelve las dos en un calcetín viejo o en una toalla o con un extremo de la sábana. Y procura ponerla en el lado en el que me acuesto, como un día le pedí. Así el calor me adormece en un confort de refugio. Porque siempre duermo en mi lado, como debo de haberte dicho ya, para que quede libre el tuyo en caso de que vuelvas. Y efectivamente, así ocurrió ayer. Cubrí de ceniza la lumbre del brasero y me fui a acostar. Y poco después extendí la mano despacio hacia tu lado y tu cuerpo estaba allí. Pero no te moviste. Insinué entonces la mano entre el pijama y tu piel. Pero en ese instante se me cruzaron en la memoria tus modos de decir que no



Vergílio Ferreira 

Cartas a Sandra

Tradución de Isabel Soler, 
Acantilado, Barcelona 2010

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