miércoles, 10 de febrero de 2016

Tranvía



(Foto: Andrea)

Un tranvía por la vía, amarillo que te pillo. Fotografía de lo fugaz. Un tranvía enroscado como un croissant con pasajeros de rostros alargados y un perro que parece una nube ¿o era al revés? Uno mira esa fotografía y ve un tranvía pero es mentira, no lo es, no es un tranvía. Uno mira esa fotografía y ve el amarillo, un color que te muerde y te enseña, que te lleva de la mano más allá de lo que se ve. Uno, digo uno y digo dos, mira el carril por donde va el tranvía que no lo es, aunque sí es amarillo, y sabe que es imposible seguir ese camino trazado porque llega un punto en el que todos los carriles conducen a Roma y es un aburrimiento estar donde están tantos. Uno, digo uno y digo tres, se monta en ese tranvía que no lo es y al rato está donde estaba, recorrido circular, dèjá vu, este cromo ya lo tengo y por esa floristería hemos pasado ya cuatro veces. Uno, digo uno y digo cien, se sube al amarillo deformado y los días son atlánticos, con gaviotas que nos miran circunspectas sin saber que el carril es solo para ese tranvía que no lo es y que nosotros –faltaría más- vamos por donde queremos, si el tiempo no lo impide y si la autoridad competente permite que subir y bajar a los colores no se convierta en un ejercicio atroz y de bostezos, nada que ver con el dinamismo de Gustavo Dudamel conduciendo el Allegro de la Symphony 10 de Shostakovich. Uno, digo yo, no tiene un filtro en la mirada y ve este tranvia y le gusta, como no, claro, no solo eso, se reconcilia consigo mismo y se va en busca de todos los tranvías amarillos que pasen por su calle, por las de al lado. O así.


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