(Eduardo
Arroyo)
Llueve.
Por cada extremo de la avenida los dos grupos de manifestantes se acercan. En
las bocacalles, la policía, agazapada, no sabe a quién debe defender, a quién debe golpear. Por un
lado tremolan las banderas amarillas, por el otro las verdes, enfrentadas.
Todos gritan, la algarabía impresiona. Justo al llegar al Ayuntamiento los dos
grupos se encuentran, se alcanzan, apenas unos metros les separan. Se hace el
silencio. Detrás de sus pancartas, detrás de sus ideas, rostros de mujeres y de
hombres, se miran con rabia.
De
pronto, a cada lado de la acera, como en un ensayo, aparecen dos personajes
ensimismados. Caminan absortos mirando al suelo, ajenos a la multitud y al
rencor. Los dos buscan a aquella que les hirió. De forma inconsciente, a la
vez, los dos intentan cruzar la carretera por el único punto posible: la franja
que separa las dos formaciones de odio, de miedo, de intolerancia. En la mitad
de la calle los dos hombres se tropiezan. Como a una señal, se oye un grito y
comienza una batalla, las piedras vuelan por todos los lados. Confusión,
golpes, insultos, cuerpos que caen, patadas, disparos, huidas, carreras, mas
gritos, fanatismo en dos colores. En ese momento carga la policía, y la
confusión es total, todos se golpean entre sí, sin distinguir uniformes ni
banderas. Cuando suenan los primeros disparos, los dos bandos se separan. Cada
uno se lleva para su lado sus heridos, su rencor, su fracaso.
En
el centro de la calle han quedado dos hombres, golpeados, magullados, sentados
espalda contra espalda. Curiosamente, ambos tienen una herida similar en la
nariz. Comienza a nevar, entre el humo, una mujer con un pájaro negro posado en
su hombro se acerca a ellos. Les mira, ríe, se inclina sobre ellos y con saña
clava un anzuelo de plata en sus cuellos indefensos. Después se va, indiferente
a la mirada atónita de los dos hombres perdidos en su dolor, en sus quejidos.
Sus preguntas quedan suspendidas, se pierden detrás de la mujer que se aleja,
confundida entre las banderas en retirada, entre la sinrazón y el caos.
Ajenos,
alegres, un grupo de niños y niñas cantan alrededor de un árbol iluminado bajo la lluvia.
A la rueda, rueda…
(Eduardo
Arroyo)