La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo. (La Regenta -Leopoldo Alas «Clarín»)
…Te contesto. Mi vida, no, no soy una desagradecida, aplaudo, vaya que sí, aplaudo como una espectadora de las últimas filas, mira, estaba a punto de salir, si hasta tengo puesto el abrigo y el sombrero, está la noche fría, qué sabes tú de la noche, qué sabes tú de mí si tienes mi recuerdo con el regulador de tu cabeza en off. No me cuentes cuentos chinos que soy japonesa ¿no ves mis ojos rasgados?, ¿no ves mi color amarillo?, no ves nada, no tienes tiempo, estás encerrado entre las cuatro paredes de tu destino en lo universal, en el idilio constante con tu saber, con tu vocación por encima de todo, de todos, la inercia de los días te lleva sin espacios para otra cosa que no sea el cumplimiento del deber, almirante en un portaviones con los dedos en la sien, aguerrido luchador ninja contra la elección del corazón del trigo y los peces silenciosos. Ya.
Sé que ahora mismo no sabes de qué demonios hablo, otro absurdo discurso frente a tu ventana. Lo atribuyes a mi proverbial mal carácter, a las cajas destempladas, a las cajas pequeñas, al cajón de la inmadurez emocional donde estoy metida, Houdini femenina bajo las aguas heladas atada con las cadenas de mi ceguera, burbujas antes de ahogarme. A nadie le importa este disturbio entre tú y yo, pero no te soporto. Me tienes harta, nene.
Los que ahora escribimos conocemos nuestras limitaciones: sabemos que no aportamos ideas nuevas ni revolucionarias y que, además, en las obras de los grandes creadores se contiene casi toda la sabiduría; entonces, ¿por qué seguimos nombrando, si deberíamos guardar silencio?
Si seguimos escribiendo es porque buscamos, como antes hicieron tantos otros, la palabra justa que nos aproxime a la sustancia de lo que ahora nos absorbe y preocupa.
E inútilmente seguimos intentando nombrar lo inefable a pesar de que, pegados como escamas a un pez, nos reconocemos producto de un tiempo, un espacio, una cultura y unos modos concretos de expresión.
Y aunque, como la gran mayoría de los humanos, no seamos revolucionarios en nuestras ideas ni en la forma de expresarnos, sentimos la necesidad de dejar plasmado lo que de nosotros surge; un imperativo que otros sintieron en otros momentos y que, para cumplirlo, utilizaron sus propios materiales y palabras.
Y gracias a que la sustancia, el deseo y la necesidad son casi invariables a lo largo del tiempo, disfrutamos hoy de numerosos compañeros de viaje que, como nos recordaba Quevedo, nos permiten conversar con ellos y nos dejan escuchar sus ideas con nuestros ojos.
María Luisa Balda (en Luke)