Escuchaba su voz pero ella no estaba.
Hasta aquí era una ilusión que podía controlar.
Cuando sentí que sus manos se deslizaban por mi pecho abajo, que me desabrochaba uno a uno los botones del pantalón, me preocupé.
Fui a un espejo, estaba solo pero ella estaba allí.
Me corté una oreja, el lóbulo, metí monedas por mi nariz, busqué afiladas estacas para aliviar brujerías, conjuros, escuché a los Butthole Surfers, el letal borboteo vocal de Gibby Haynes estallando en cada hueso de mi cabeza, la guitarra fanática, fantástica de Paul Leary una y otra vez hasta llagar mis oídos, preservé mis instintos en el corazón de la fruta, inventé una copulación sobre la indigna mesa de viento, salvé el sudor y los estragos de la unanimidad, marqué mi cuerpo con tatuajes de prosodia y lentitud blanca, allí estaba, ella.
¿Qué podía hacer?, nos casamos.
Y nunca más estuvo, ella.
Soy un pringao.
Vaya declaración antimatrimonial. Jaja. Con lo bien que pintaba...
ResponderEliminargemmacan, pues no señora, no esa anti nada, es la vida misma, que a veces te quedas con el reflejo, con lo que brilla, lo de fuera y lo de dentro está hueco. Ay, señor.
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