miércoles, 17 de diciembre de 2014

Él no envenenó el arroyo.



Era viejo o no era nadie, eso parecía al menos por su hábito de ser otro, otros, actor de arrabal, alguien que jugaba sobre el escenario de cada día, emperador o tártaro, jinete o tullido mendigando en las esquinas del ocio.

Frecuentaba iglesias y lupanares, mercados griegos regidos por absurdas leyes y grandes pajareras con alondras. Se vestía de música amarilla y tambores.

No fue él quien envenenó el arroyo.


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