lunes, 13 de enero de 2014

Yanallaypaq.



Un cóndor cruzaba el cielo de madrugada. El día comenzaba con desgana, como si tantas horas fueran excesivas hasta la llegada de la noche.

El poeta, a lomos de una mula, ascendía por el camino serpenteante. A la grupa llevaba la culpa envuelta en una manta negra. Le decían el poeta solo porque sabía leer y escribir. Eso le hacía útil para descifrar las cartas del gobernador, los mensajes de amor que subían del llano y los requerimientos del hacendado. El calor aún no le impedía silbar para espantar la soledad. Aquella mañana le dolía tanto el corazón que decidió no entrar en versos ni romances para no espantar a los pájaros de la alegría.

En un recodo, agazapado, acechaba el enmascarado, en su mano un cuchillo desnudo brillando con los primeros rayos del sol. Veinte dólares era el precio pactado por terminar con el sensible viajero de la poesía.

El poeta miraba atento al camino pero la curiosidad le impulsó a levantar un extremo de la manta; la culpa se escurrió entre los pliegues negros, se aferró a sus piernas, le subió por la cintura, se coló en su pecho, hizo tropezar a la mula. Fue la caída, el grito, el golpe contra las piedras ahí abajo, después el silencio.

Horas después el enmascarado, aburrido por la espera, enfundó su cuchillo y supo que no cobraría la recompensa. Además había olvidado quién se la iba a pagar.

Ahora a la montaña ya solo suben los cantores del alba, aquellos que cantan las penas de otros.

Y las mujeres de la sierra no sonríen.



2 comentarios :


  1. A por el lunes, Pedro, ligeritos de culpa.

    Qué bueno.

    Besos.


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  2. La culpa Magnolio, ay.
    Muchas gracias.
    Besos.

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