domingo, 1 de octubre de 2017

22.01.08



Se nos llenó la habitación de peces y cangrejos.
Es difícil de explicar.
Quizás fue Händel con su música acuática.
O el rumor de llanto del que no llora.

Intento una estroboscopia del amor, la descripción a cámara lenta de salamandras en el estómago, el baile del mercurio indicando el límite, el pacto desopilante –otros lo llaman rendición- , la espada rota en las rodillas, la húmeda lengua dejando surcos en la espalda ausente, babeando como un niño, como un loco, como un perro con sed, como un idiota.

Había un niño que daba vueltas por la ciudad ajena y fría, con maestras surgiendo de las esquinas y novias vestidas de novia.

Había un adolescente sentado en una esquina de la ciudad ajena y fría y llovían estrellas en la ciudad de los ciegos.

Había un hombre tumbado en mitad de la carretera que lleva a la ciudad ajena y fría, los límites se borraron y desde ese día fue extranjero.

Había un anciano acezante con el pecho abierto como un campo de trigo y las amapolas aún miraban a la ciudad ajena y fría.

Se nos llenó la habitación de peces y laberintos.
Es difícil de explicar, me siento tan ridículo colgado de este gancho, me lastima el cuello y la autoestima, deja un burujón absurdo allí donde se juntan las venas y el rencor, me da un aspecto de masoquista que se exhibe, de profesional de ausencias, de esclavo con el látigo del recuerdo lacerándome la espalda.

Quizás es Händel con su música acuática.
O el rumor de llanto del que llora al encontrar en la cama, entre las sábanas, la cabeza de un caballo gris.

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