viernes, 2 de octubre de 2015

En el río.




Me tiré al río para salvarme a/de mí mismo
Ahí estaba, moviendo los brazos como Spitz.
Sumergido en el frío que llenó el viaducto de mis pulmones 
Ladraban, alborotaban los perros

Una anciana me observaba curiosa, sin moverse, sin gritar.
Mojada en la niebla, tiritando en la mañana.
No sabía de mi ignorancia en suicidios.
Eso era el silencio.

El agua no distingue músculos ni facciones.
Se limita a buscar el mar, como se debe.
Es ágil como el verano de Francia.

El agua es obstinada y fluye.
Juega con la muerte sin hablar, sin negociar, sin sellos
No sabe si los ángeles de la guarda libran los jueves..

Floté río abajo como un bajel que apuraba la espuma sobre puntiagudas rocas. Vi tantas cosas nuevas, asombros que no puedo enumerar. Me confundí con el agua, fui agua, diluí la prevención, por las comisuras de mis labios se filtraba la ironía de las serpientes, la generosidad de los barbos, la ondulación de la corriente.

Unas monjas me saludaron desde un carro de heno.
Sus tocas volaron al pasar por el alto del puente.
Eran bellas como Isabel, como cipreses de ribera.
Los aguadores las requebraban sin recato.
Entre los juncos se enganchaban los cuerpos de los adolescentes ahogados.
Lancé piedras desde el centro hasta el borde de las burbujas.
Las ondas concéntricas se abrían y llegaban a sus pies morados. 
La ciénaga presentida.
Borbotones de orgullo.
Eleanor Martin.

Para entretenerme reuní lo esparcido, palabras bailando en parejas.
Las voces se restregaban, se excitaban mutuamente.
Memoria, humedad, olores, piel, sabor de lágrimas, despedida.
El espasmo de la cocinera que pela cebollas.

Cuando llegó el insomnio las madrugadas se eternizaron, perdí el sentido de la orientación, me anticipé al riesgo de la marea. Fue entonces cuando llegaron los pueblos, cuando presentí la colisión, cuando la luz se debilitó y supe que el remolino nos iba a tragar a todos, sin remisión, sin posibilidad de escabullirnos. Ahí delante estaba lo negro, lo negro, lo negro, lo negro, lo negro, lo negro, lo negrolo negro.

Me jalé de los pelos y nadé/remé /pataleé hacia la orilla
No recuerdo si la derecha o la izquierda.
Me salvé a pesar del cepo del invierno.

Al salir vi los pájaros, graznaban sobre los alambres del cercado.
Llegaban y llegaban de todos los cielos.
Los oscurecían
Esta era la profecía.
Volví a tirarme al río, espantado.

Aquí sigo.

Soledad de los ahogados.

2 comments :

Magnolio dijo...


Leo con alegría que tus dedos siguen intactos (por si la ira de nuevo, no comentaré la preciosa fogata en la playa, ni de esa forma extraña de tu personaje de hoy de tirarse al agua de donde sea para salvarse a/de si mismo).

Maribel dijo...

Lo sé es ficción. Es LITERATURA (de la buena) pero leerte remueve las emociones, sacude la sensibilidad, y es imposible no reaccionar ante lo leído. Dicho esto procedo y le hablo al protagonista; te hablo a ti.

En ocasiones hay que prestar el hombro; los dos. Otras, como hoy, hay que dar la mano, sin esperar que te la devuelvan, para que cuando note/s que el agua llega al cuello y ya no puedes estirar más la cabeza hacia arriba para robar un aliento que le/te permita respirar, cuando la soledad asfixie y sólo nadando en el río encuentre/s la calma y los motivos, y se/te tambalee/s en la orilla convertida en arena movediza, que se/te sujete/s a ella, que tiro de ti (de él) y que no se/te suelte/s, ni empuje/s, que como lo haga/s nos vamos los dos (¿o serían los tres?) al río.

Aquí queda mi mano (las dos).

Qué sepa/s que los ahogados tienen su catedral edificada/escrita por Ignacio Padilla. (Recomiendo su lectura).

Besets!!

PD: Te leo y hago Wowwwwwwwwwww! (elevado a la infinitollinésima)

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