viernes, 10 de abril de 2015

Soy este que te mira.




No creas que (te) olvido, que me he cansado.

No creas los vaticinios, no creas nada de lo que murmuran, de lo que dicen en susurros bajo los arcos de la catedral.

No les creas, son envidiosos. Desde hace tiempo me persiguen. Vivaz, corro, me escondo en la sombra del ábside, no me atraparán.

Búscame en las regatas, en las carreras de galgos, sentado en mi quitrín, estoy a punto de rozar con los dedos el círculo del universo, Rap, Yob, Oz, Fa.

No me creas, soy olvidadizo.

Huyo y no sé de quién.

Aún así sigo disfrazado, temeroso de la hoguera, del viento que avive el odio, de los señuelos del colmilludo, de las zalemas de la dama pintada, de los gritos de la multitud detrás de la puerta.

Soy este que te mira.



“El ritual de iniciación en su orden implicaba un período previo de ayuno y se realizaba en función del tema astrológico del aspirante. Este, vestido de negro era despojado de sus joyas; recitaba el oficio del Espíritu Santo, mientras los sacerdotes trazaban con sangre de un ave, signos sobre su cuerpo. Debía trazar un círculo con yeso en el suelo y escribir las palabras sagradas: Rap, Yob, Oz, Fa, evocando a las cuatro regiones del universo. Luego penetraba en el círculo, invocaba al Ser, se postraba con las manos en ángulo recto en espera de apariciones. En el vestíbulo de la logia se colocaban colgaduras negras con serpientes bordadas; se administraban bebedizos a los novicios que los colocaba en una situación psíquica de máxima receptividad. Tres hombres les ponían una venda ensangrentada en la frente” (Cagliostro)

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